Wednesday, February 20, 2008

De impíos e intercambios de disparos

Cuentan que en el lejano pasado, en un apartado lugar vivió una vez un hombre extraordinario. Tan extraordinario que fue capaz de elevarse por encima de las duras realidades de su época. Predicó el amor y la necesidad de atender al valor de la dignidad ajena, incluso la de nuestros enemigos. El precio que pagó fue muy alto, pero su mensaje quedó entre nosotros y cambió el mundo.

Hoy, sin embargo, muchos de quienes se dicen sus representantes en la Tierra han trastocado ese mensaje por uno de agresividad. Han terminado pareciéndose más a los adversarios del carpintero que a sus discípulos. Para ellos la solución de todos los problemas se puede encontrar en el ejercicio –incluso brutal- de la fuerza estatal. Todo, todo se soluciona con “mano dura”.

Se han olvidado de que el mensaje que sirve de justificación a todos sus privilegios es completamente distinto de lo que ellos mismos dicen. Traicionan la Palabra y el espíritu de la misma.

Demuestran que, de haber sido contemporáneos del carpintero, hubieran apoyado a Caifás y los saduceos. La alianza con el poder terrenal es tal que, incluso sus excesos son vistos como buenos sólo porque los han llevado a cabo los gobernantes.

Recientemente la Policía Nacional –que ha vuelto a sus andadas con la actual jefatura- mató a 8 ciudadanos dominicanos en apenas dos días. Buena parte de la opinión pública elevó su voz con entendible preocupación. ¿Qué hace la Policía? ¿Es esto correcto? ¿Lo permiten las leyes? Preguntas pertinentes sobre todo porque en uno de los incidentes los vecinos escucharon como los policías que habían “actuado” se repartían el botín como si de los Cuarenta Ladrones se tratara.

Lejos de acompañar esa legítima preocupación, el más alto jerarca de la Iglesia Católica hizo unas declaraciones muy parecidas a aquellas a las que ya nos tiene acostumbrados. Pasando por alto el “No matarás”, celebró las acciones de la Policía y afirmó que eso debe ser un elemento fundamental de la política de “seguridad” del Estado. Lo que es más, en franca contradicción con su supuesto modelo dijo que no se puede tener “contemplaciones piadosas”.

Si este señor hablara menos y pensara más se daría cuenta de que es imposible determinar cuando realmente ha habido un “intercambio” de disparos. Y que, en todo caso, tenemos que confiar siempre en la palabra de los matadores.

Eso teniendo en cuenta que provienen de una de las instituciones estatales más demostrablemente corruptas que hay en el país. Pero además, lo hace ignorando la gran cantidad de casos en los que se ha comprobado que ha disparado sin preguntar.

Pero claro, es a los condenados de la tierra que se le aplican esos castigos. A los banqueros y publicanos se les trata con guantes de seda. Incluso se les celebran misas de acción de gracias en el aniversario cuando celebran un año más de medios adquiridos con dinero del pueblo.

No. Es a los otros que hay que caerles a tiros. San Agustín de Hipona tiene que estar revolcándose en la tumba. Ya nadie escucha la advertencia que hizo en el Capítulo IV del Libro IV de La Ciudad de Dios. Allí el Padre de la Iglesia afirmó que lo único que diferencia a los gobernantes de los bandidos es que los primeros actúan con justicia.

No hay duda entonces que solicitar a los policías que disparen indiscriminadamente sobre quienes ellos sospechen de ser delincuentes es pedirles que se conviertan en bandidos. Como consecuencia, los ciudadanos comunes y corrientes estaremos atrapados en el fuego cruzado y sin poder confiar verdaderamente en la Policía Nacional. Pero al alto jerarca eso no le importa porque, reitero, él y los suyos no serán víctimas nunca de un “intercambio”.

Quien no tiene “contemplaciones piadosas” es, por definición, un impío. Y también quien propone esa forma de actuar. Así las cosas, no debe sorprendernos tanto que el jerarca insista –como siempre ha hecho- en parecer más discípulo de Júpiter Tonante que del humilde carpintero.

Clave Digital 19 de febrero de 2008

Invirtiendo en lo inútil

Cuando de males sociales se trata, los dominicanos no escapamos a la tendencia casi mundial de echarles la culpa a los políticos. Les atribuimos la capacidad de destruir y corroer todo lo que tocan. Por tanto, y siempre según esa visión de las cosas, son los responsables de que pocas cosas funcionen como deben. El resultado es que, como la viga en el ojo propio, no vemos los vicios sociales de los que participamos todos.

Es cierto, innegable, que casi todos los gobiernos de la Nación han dilapidado el erario público, robándoselo o mal invirtiéndolo.

Luego de casi 164 años el Estado dominicano tiene pocos éxitos de los cuales hacer gala. Ninguna de sus responsabilidades es cumplida a plenitud. Ni la social, ni la de seguridad, ni la de garantía de la libertad.

Todo lo anterior se debe, claro está, a la forma en que se ha ejercido el poder en el país y, desde el advenimiento de la democracia electoral, a la forma en que se busca el poder.

No es necesario reiterar la justa crítica que se hace a los políticos por la forma en que manejan las campañas electorales. Todos los dominicanos estamos conscientes del espectáculo que montan cada vez que se acercan las elecciones. Las presidenciales de este año son un buen ejemplo.

El comportamiento de los candidatos ha sido tal que tengo la impresión de que la mayor parte de la gente acudirá a las urnas con resignación en vez de entusiasmo.

Pero, como ya he sostenido en otras ocasiones, la culpa no la tienen sólo los políticos. Los males de nuestro país tienen causas estructurales que no podemos ignorar.

Por ejemplo, el tan despreciado clientelismo es efectivo porque buena parte de la población dominicana no tiene donde caerse muerta.

Para ellos el daño que el clientelismo causa a mediano y largo plazo no es nada comparado con el beneficio que reciben a corto plazo. Y este beneficio en muchos casos es comer.

Para quienes vean esto como una simple degradación humana, les recuerdo que el problema es más complejo. El año pasado se publicó que un 27% de los dominicanos consume menos nutrientes de los que necesita.

Ante esa cifra pasmosa la realidad del clientelismo se hace entendible. Lo anterior no implica que debe aceptarse, pero tampoco hacemos nada rechazándola sin tomar en cuenta sus causas o, lo que es peor, asumiendo que su causa es la simple maldad politiquera.

Todos los problemas del país encuentran su eco (¿o su origen?) en la sociedad misma. Muestra es lo publicado por CLAVE hace unas semanas. En una entrevista, un alto funcionario del gobierno declaró que no hay suficiente dinero para invertirlo en educación, pero que en el Metro se invierte una tajada enorme del Presupuesto Nacional porque es “prioridad del Presidente”.

Es verdad que decir estas cosas es un acto de cinismo. Primero porque si hay para el Metro, entonces hay para educación. Segundo porque se hace evidente que lo que importa en este país son los caprichos del Presidente (este o cualquiera), mientras que las necesidades de la población son atendidas si queda algo de ñapa.

¿Pero que hay del resto de nosotros? ¿En qué invertimos nuestros recursos como sociedad? La respuesta la podemos encontrar en la misma edición de CLAVE, unas páginas después.

Según el representante para América Latina de una prestigiosa marca de carros de lujo, República Dominicana es uno de los más importantes mercados de toda la región. Es más, la demanda que en nuestro país tiene uno de sus modelos de yipeta ha sido tan grande que se ha convertido en uno de los factores para determinar el aumento en su producción.

Este patrón es reconocible en casi cualquier ámbito de la vida en nuestra sociedad. El boato, el despilfarro, las ganas de lucírsela es lo que domina. Nadie invierte en el país y todos invertimos en nosotros mismos, en nuestros lujos, en llenarle los ojos al vecino.

Mientras tanto, una porción creciente de la población vive en una situación desesperada, nuestro sistema educativo se cae a pedazos y nos hemos metido a “competir” libremente con un mercado para el cual no tenemos productos. Pero todo está bien, porque con yipetas, whisky y ropas de marca nos basta.

Clave Digital 29 de enero de 2008

Desastre

Analizar la realidad dominicana es muy parecido a una mala película de suspenso. Cuando todo pinta bien uno sabe, sabe, que detrás de la siguiente sombra se esconde el malo de la película que rehúsa morir. Cada vez que se nos presentan señales de que “avanzamos” podemos estar seguros de que en realidad no es así, sino que uno de los villanos de nuestra realidad social espera sorprendemos mientras nos confiamos.

Así, mientras nos conducen abobados por la senda del supuesto progreso, hablando de cifras macroeconómicas y estabilidad, las cosas siguen de mal en peor y el único resultado previsible es que tengamos un terrible fin de viaje.

No es alarmismo, sino realismo. Sólo basta fijarse en las cifras que revelan los informes estudiados la semana pasada en CLAVE. Da grima. De la de verdad. Parece que, como el futuro ya está aquí, los dominicanos no tenemos que invertir en él. Eso, o todos somos genios certificados de nacimiento y no nos hemos enterado. Es lo único que explica que, según un informe de la UNESCO, República Dominicana invierte un anémico 2.3% de su PIB en educación. Esto es la mitad de lo que se recomienda y aproximadamente una cuarta parte de lo que se invierte en el mismo renglón en Cuba. Ya hemos sido advertidos que de los Objetivos del Milenio nos debemos olvidar porque es imposible que los alcancemos en educación. Da la impresión de que hay gente que cree que para progresar nos basta con los colegios para la élite y alguna escuela para conductores del trenes de Metro.

La cosa se pone peor. En un estudio de 131 países que representan el 98% del PIB mundial, el Informe de Competitividad Mundial del World Economic Forum arroja datos asombrosos. Primero, y para seguir con lo anterior, ocupamos el puesto 119 en inversión en educación. Es decir, ocupamos un lugar en el 10% de países que menos invierte en educación. Por vía de consecuencia, ocupamos el lugar 127 en calidad del sistema educativo. No creo que eso requiera comentario alguno.

Pero el asunto no acaba allí. Todavía hay más. Por ejemplo, en favoritismo en las decisiones del gobierno ocupamos el lugar 128. Es decir, que el nepotismo y el tráfico de influencia es la norma en nuestro país. Tanto así que somos, en ese sentido, uno de los países más corruptos del mundo.

Las cifras sobre la competitividad no son mejores. En ninguno de los indicadores estamos por encima del lugar 75.

¿Para donde vamos por este camino? ¿Es este el camino del progreso? Naturalmente, es injusto achacarle a este gobierno toda la responsabilidad por el desastre de estas cifras. Muchos de esos indicadores no hacen más que resaltar las consecuencias de décadas de políticas fallidas. Sin embargo, sí se le puede exigir responsabilidad por la bajísima inversión en educación y por su desinterés en montar una política social que permita al país avanzar hacia el futuro.

Pero también es culpa de los ciudadanos a los que parece no importarnos nada que no sea el horario de expendio de bebidas alcohólicas. Los gobiernos (éste y otros) invierten en tonterías y se lo celebramos. Y cuando le quitan parte de los ínfimos recursos que reciben Educación y Salud para dárselos a los militares o gastarlo en el metro casi nadie dice nada.

Este camino que hemos escogido es el del desastre. Nada bueno saldrá de las elecciones que hacen nuestros gobernantes ni de la desidia con que las aceptamos. Claro, eso es, en parte producto del bajo nivel educativo que hay en el país. Este le impide a la mayor parte de la población tanto protestar como vivir por encima de la línea de miseria. El resultado es que todo se acepta con calma.

Tiene sentido ahora, ¿verdad?


Clave Digital 8 de enero de 2008

¿Seguridad sin esperanza?

Hace unos días se publicó en un diario de circulación nacional una noticia espeluznante: 80% de los presos en el país son analfabetos. Así como lo escuchan, cuatro de cada cinco no saben leer ni escribir. A pesar de que debe llevarnos a una profundísima reflexión, casi nadie se fijó mucho en ella.

Ocupados como estamos en no mirar los hechos a los ojos, los ignoramos incluso cuando nos abofetean. Digo esto porque en nuestro país los análisis sobre las causas de la inseguridad ciudadana son, en muchos casos, superficiales.

Como he dicho en otras ocasiones, ante cualquier problemática nos fascina aferrarnos a cualquier cuco clásico, sin que la certeza de esta explicación tenga importancia alguna.

Y este es un excelente ejemplo de ello.

Como estamos tan absolutamente seguros de que las causas de la delincuencia son el “crimen organizado” y la maldad de los pobres, el dato que abrió este artículo pasó desapercibido.

Pero resulta que no deja de ser importante porque demuestra que la actividad delictiva está relacionada directamente con la falta de oportunidades y, por extensión, con la injusticia social.

Desde que se hace una afirmación como esta podemos empezar a oír las quejas de los conservadores que buscan la causa de todo mal social únicamente en la maldad humana y olvidan convenientemente, que -según un pensador conservador también- el ser humano es él y sus circunstancias.

Veamos pues el argumento. Casi nadie discute lo difícil que es sobrevivir en este país si uno intenta hacerlo de manera decente. Y lo hemos interiorizado tanto que lo que reconocemos como virtud no es la supervivencia en sí misma, sino lograrla sin mancharse.

Lo que se nos olvida a veces es que, cuando la vida no nos ofrece nada, la virtud de vivir sin mácula es un lujo. También obviamos el hecho cierto de que dejarse morir de hambre no es una virtud.

Digo todo esto porque lo que demuestra esa estadística es que muchos de los delincuentes de poca monta en el país son personas a las que la sociedad abandonó a una edad tan temprana que ni siquiera pudieron alfabetizarse.

Ya sé que se afirma que eso es responsabilidad de los padres, pero asegurarse de que los niños acudan a la escuela es una responsabilidad ética y jurídica del Estado dominicano.

Me parece previsible que los niños que abandonamos hoy en el futuro serán adultos que no sentirán el menor interés en respetar las reglas de convivencia social. Quien siente que no le debe nada a una sociedad difícilmente se comportará como un ciudadano ejemplar.

Y esto no lo digo por sentimentalismo ni nada parecido. Es sencillo, el verdadero agente de cohesión social siempre ha sido el reconocimiento de que a los que convivimos en ella nos une el interés mutuo. Cada vez que la sociedad expulsa de su seno a una persona no hace otra cosa que crear un individuo que siente que sus intereses no son los mismos de la sociedad. Por tanto, siente que puede hacer en el seno de ella todo lo que a él le convenga sin que importen los demás.

Aunque eso no explica todos los casos de delincuencia (los desfalcadores del bancos no pueden ser considerados seres desprotegidos por la sociedad) sí explica buena parte del fenómeno de la violencia social en general.

Y nos hace ver que la violencia no empieza en la esquina donde se produce un asalto. Por el contrario, empieza con las necesidades desatendidas de la mayor parte de la población.

Es una muestra de la virtud cívica de los dominicanos que esa mayoría olvidada no se dedique a la delincuencia, sino que sólo lo hacen unos pocos. Pero no es buena idea apostar únicamente a la virtud cívica para enfrentar estos problemas.

Lo mejor es atacar las causas, que son evidentes para todos los que tienen ojos y se fijan en su país.

Que la injusticia social es una de las principales causas de la violencia queda demostrado por el hecho de que las sociedades justas sufren de niveles de inseguridad menores que las que no lo son. Si queremos en realidad combatir la delincuencia lo que debemos hacer es invertir en una sociedad decente, que nos trate a todos como seres humanos.

Clave Digital 18 de diciembre de 2007

La inseguridad de la política de seguridad

Para nadie es secreto que este es el país de las simulaciones. Nos inclinamos por ellas cada vez que tenemos que decidir entre enfrentar un problema de manera seria o hacer un espectáculo con la intención de dar la falsa impresión de que hacemos algo.

Por eso no es de extrañar que a once años de iniciado nuestro tercer experimento democrático desde 1961 todavía insistamos en repetir las actitudes propias de nuestros gobiernos autoritarios.

También por eso nos encontramos sin respuesta ante los retos de seguridad ciudadana que el crecimiento y creciente disparidad en ingresos que se produce en la sociedad dominicana. Los dominicanos no contamos con herramientas que nos permitan hacer frente a este fenómeno.

Por ejemplo, la Policía Nacional es una institución creada con el único fin de reprimir la disidencia política. Y eso hizo fielmente durante los regímenes dictatoriales de Trujillo y Balaguer. Pero lo que es peor es que no ha querido adaptarse a la realidad cambiante de una sociedad en proceso de democratización.

De hecho se ha resistido hasta tal punto que, como demuestra su historia reciente, los jefes policiales que han intentado llevar a cabo cambos profundos en la institución han terminado saltando del puesto prematuramente.

Pero la visión simplista del problema de la seguridad ciudadana no empieza ni acaba con la Policía.

Es un problema social profundo del que todos somos responsables. Buena muestra de ello es la prensa dominicana, que parece regirse por el principio de "si no hay sangre, no es noticia”. Quien mira (no hay siquiera que abrirlo) un periódico dominicano -algunos en particular- pensará que en este país nos estamos matando como salvajes y que todos los días aparece un muerto cada dos cuadras.

Aunque la violencia ha aumentado desde su nivel a finales de los noventa, no es cierto que esté aumentando en forma incontrolada. De hecho, las estadísticas demuestran que ya alcanzó su cenit y parece estarse estabilizando en un nivel mayor al anterior, pero menor al alcanzado en 2002-2003.

Pero es tan poca nuestra disposición a ver este problema en términos que no sean dramáticos en extremo que rehusamos a creer que esto puede ser así. Y, ayudados por el bombardeo mediático, asumimos que en realidad estamos camino de una anarquía total.

Como consecuencia lógica de esta visión superficial del problema, y del impulso dramático y autoritario, hemos asumido la idea de la inseguridad ciudadana como una “guerra” contra “los delincuentes”. Independientemente del absurdo de esta idea –en el que no profundizaré aquí por cuestiones de espacio y porque otros lo han dicho mejor de lo que yo puedo- hay un peligro que se nos olvida.

Y es que es un axioma de la guerra que sus primeras y más sufridas víctimas son los civiles. Cuando el Estado se va por el camino fácil y reacciona con igual violencia frente a la delincuencia en realidad está haciendo lo contrario de lo que debe.

Ha renunciado a su función fundamental de ser el garante de la seguridad y se ha convertido en una fuente de inseguridad para todos los ciudadanos. Nosotros, los ciudadanos de a pie nos vemos atrapados en un fuego cruzado de consecuencias imprevisibles.

Aunque algunos se puedan irritar por lo que digo, todos –incluso ellos- hemos sentido en carne propia las consecuencias de ello. Por ejemplo, ¿quién no ha sentido alguna vez temor al ver un policía solo o acompañado que le hace señales de detenerse en una calle oscura –como muchas en la ciudad- y solitaria? Es, ciertamente, un cálculo terrible que debe hacer el ciudadano cuando se ve en esa situación. ¿Me detengo sin saber quien es, o sigo, arriesgándome a que sea un policía con gatillo alegre?

Pregúntese también el lector también cuál fue su reacción la primera vez que en un semáforo se le detuvo al lado un equipo de “linces” con motocicleta y uniforme negro, con cascos que impiden la identificación y armas largas propias de una guerra. Todo lo anterior no hace otra cosa que aumentar la sensación de inseguridad sin resolver el problema. Es decir, que empeora las cosas en todos los sentidos sin mejorarlas en ninguno.

Es un problema social profundo del que todos somos responsables. Buena muestra de ello es la prensa dominicana, que parece regirse por el principio de “si no hay sangre, no es noticia”.


Clave Digital 5 de diciembre de 2007

Ilegal, inmoral e ilegítimo

Como hace unas semanas que el tema del aborto no está en primera plana, los guardianes de la moral dominicana necesitaban de cualquier cosa para mantener su presión constante contra la libertad de conciencia en el país. Ahora la piedra de escándalo es la celebración que hicieron en Santiago dos parejas homosexuales con motivo de su decisión de vivir juntos. Inmediatamente los medios se hicieron eco de la información y un grupo de reporteros televisivos interrogó sobre el particular a varios asistentes a una actividad de la Suprema Corte de Justicia.

Ojo, es importante señalar que mientras que los reporteros televisivos hablaron de que se había llevado a cabo matrimonios por la vía legal, las informaciones en la prensa escrita a las que he tenido acceso sólo hablan de “celebraciones”. Es decir, de fiestas y punto. Pero bueno, lo importante es ver cómo respondieron los entrevistados a la información de que un oficial del Estado civil había casado dos parejas de hombres.

El primero que vi comentar sobre el caso fue a un conocido sacerdote católico. No es que espere de él que se separe de la doctrina de la Iglesia sobre el tema, lo que me extrañó fue cómo habló con tanta seguridad de lo que evidentemente no conoce y cómo confunde la Constitución con la Biblia. Me explico. A ser requerida su opinión, afirmó que un matrimonio de esos no se puede llevar a cabo en el país porque la Constitución de la República define el matrimonio como la unión entre un hombre y una mujer. A mí esa afirmación me causó mucha curiosidad porque no recordaba que eso fuera así. De tal manera que consulté la mía. Y resultó que mi memoria no me fallaba. La Constitución dominicana habla del matrimonio entre dominicanos en su artículo 8.15 y en ningún momento hace la misma afirmación que el párroco.

En buen español, la Constitución no declara que el matrimonio es entre un hombre y una mujer. Eso lo dice la Biblia, que es otro libro. Lamentablemente para quienes quieren confundir una y otra cosa, la Constitución establece la libertad de cultos y de conciencia. Siendo esto así, los dominicanos ni tenemos que ser católicos ni estamos obligados a vivir como si lo fuéramos. El Estado dominicano no puede tomar partido por una creencia religiosa particular ni tampoco puede sancionar o proteger menos a quienes deciden no seguir los dictados de la moral religiosa.

Otro de los entrevistados fue el Presidente de la Suprema Corte de Justicia, de quien asumo que supone que no tendrá que conocer nunca un caso sobre este tema. Lo anterior porque el aire de desprecio con que se refirió a sus conciudadanos homosexuales lo hacen pasible de recusación si un día eso sucede. Para el magistrado, casar dos hombres en este país es “ilegal, inmoral e ilegítimo”. Como es abogado, debe saber lo que está diciendo y por eso asumo que escogió la expresión “ilegal” porque de hecho la ley no permite el matrimonio homosexual. Hasta ahí su expresión es correcta. Ahora bien, más importante que la legalidad de un acto es la constitucionalidad de las normas. Y resulta y viene a ser que, en vista de que la Constitución no define el matrimonio como la unión de entre un hombre y una mujer, y de que los artículos 8.5 y 100 de la misma prohíben la discriminación. Es decir que si bien es cierto que el matrimonio entre dos homosexuales es ilegal, esa prohibición legal es inconstitucional con lo que es nula de pleno derecho (artículo 46 de la Constitución).

Sobre la inmoralidad del matrimonio gay podríamos escribir volúmenes enteros. Resulta que sí, que según ciertos códigos morales es inaceptable. Pero como ya vimos, la Constitución prohíbe la imposición estatal de códigos morales ajenos a ella misma. Y lo que la Constitución considera su brújula moral es “la protección efectiva de los derechos de la persona humana y el mantenimiento de los medios que le permitan perfeccionarse progresivamente dentro de un orden de libertad individual y de justicia social, compatible con el orden público, le bienestar general y los derechos de todos” (artículo 8 de la Constitución). Los homosexuales tienen derecho a desarrollarse libremente dentro de ese orden de libertad individual. Y eso implica que no se les discrimine por su homosexualidad.

Finalmente la ilegitimidad. Como funcionario judicial, el Presidente de la Suprema Corte está sujeto a las disposiciones constitucionales. Por obligación sus decisiones tienen que sujetarse a lo establecido en la Constitución. Si convierte la posición que ostenta en una forma de potenciar los prejuicios que hizo evidentes, entonces estará él –y no quien case dos homosexuales- haciendo un ejercicio ilegítimo del poder.

Ya es hora de que a los dominicanos dejen de decirles como tienen que vivir su vida. El papel del Estado no es imponer la Biblia ni regir la moral sexual de dos adultos que consienten y se aman. Pero también es vital que los heterosexuales dejemos de pretender que lo que sucede con los homosexuales no nos incumbe. Estamos frente a una pendiente resbalosa cuyo fondo es más desagradable de lo que podemos imaginar. Unir la ley y la moral sexual de un grupo religioso es peligroso. Si no protestamos ahora, ¿qué haremos cuando quieran prohibir otras “prácticas pecaminosas” como, por ejemplo, los métodos anticonceptivos?


Clave Digital 20 de noviembre de 2007

Sobre el deber de reclamar

La primera acepción del Diccionario de la Real Academia de la Lengua define la palabra “responsable” –cuando se refiere a una persona- de la siguiente manera: “Obligado a responder de algo o por alguien”.

Es importante que eso esté claro porque sólo así podemos entender qué quiere decir el artículo 4 de la Constitución de la República cuando afirma que El gobierno de la Nación es esencialmente civil, republicano, democrático y representativo. [...] Sus encargados son responsables y no pueden delegar sus atribuciones, las cuales son únicamente las determinadas por esta Constitución y las leyes”.

Es decir, que los funcionarios públicos, electos o no, tienen que responder ante la ciudadanía por el buen o mal desempeño que hagan de sus funciones.

Este es un principio tan elemental del sistema de gobierno democrático que, la verdad sea dicha, me resulta inexplicable que ahora se nos quiera obligar a renunciar a ella.

Luego del desastre inevitable del paso de la tormenta Noel, y del desastre evitable de la falta de prevención y preparación, a los dominicanos se nos quiere meter el mensaje de la “unidad nacional” por ojo boca y nariz.

Y no es que me parezca mal que ante esta crisis aunemos esfuerzos. Eso está muy bien. Lo que es inaceptable es que en nombre de esa “unidad” se nos insinúe que debemos callar ante el fracaso absoluto de las autoridades responsables en tomar las medidas mínimas para enfrentar un fenómeno como Noel.

Pero estos reclamos se encuentran con tres argumentos en contra, cada cual más atolondrado. El primero es que estos son momentos para pensar en la recuperación y que las críticas la entorpecen y dañan el clima de “unidad” necesario.

Bueno. Yo me pregunto ¿qué “unidad” es esa que nos obliga a olvidar que el Estado ha incumplido con su labor más elemental? ¿Por qué tenemos que ignorar que esta tragedia es mayor porque el Estado no hizo lo que tenía que hacer? ¿Si este no es el momento de criticar eso, cuando lo es? ¿Después que pase otra vez?

En nombre de la “unidad” tenemos que aceptar que nos digan que no nos enteramos de Noel porque estábamos “desconectados” y “viendo juegos de pelota”.

Es decir, la falla estuvo en nosotros, los estúpidos e irresponsables, que no estamos a la altura de funcionarios tan maravillosos.

En nombre de la “unidad” se nos quiere hacer olvidar que, como dice el informe de la ONU, cuesta muy poco poner en marcha medidas que disminuyan el impacto de tragedias como estas.

En un país que se respete eso ni se plantea. No hay que olvidar la lluvia de (merecidas) críticas que recibió la administración Bush luego de la debacle de Katrina. Nadie le imputó responsabilidad en el desastre en sí (como nadie lo hace aquí), lo que no les fue perdonado fue la manera medalaganaria e irresponsable en la que actuaron.

Ni la unidad nacional ni el sentido de la solidaridad que tenemos unos con otros deben servir de mecanismo de chantaje para obtener el silencio.

La solidaridad con las víctimas pasa por el reclamo frente a los responsables de la pésima reacción estatal. No basta con ayudarles a salir de la situación crítica en la que están, también es necesario poner de nuestra parte para que eso no se repita.

El segundo es que la crítica en sí misma no tiene utilidad alguna. Yo creo que sí. Porque es la única forma en que lograremos cambiar las cosas en este país. La falta de exigir responsabilidades es lo que nos tiene como estamos, con un Estado que nos mira por encima del hombro y nos ignora.

El asunto va más allá de la crítica al gobierno de turno. Como todos los gobiernos, este es transitorio. Cuando se reclama a los funcionarios públicos que sean responsables no se les exige sólo a ellos, sino también a todos los que le puedan seguir en el cargo.

Finalmente, el tercer y más disparatado de los argumentos: La administración anterior lo hizo peor. Por muy malo que haya podido ser otro gobierno, este es el que tiene la responsabilidad actual de hacer las cosas bien.

Seguir escondiéndose tras las faldas de esa excusa demuestra una falta de compromiso con el papel que se cumple. Quien asume el gobierno asume responsabilidades y se acabó. Es cierto que los males dominicanos son estructurales, pero en este caso se trata de un mal solucionable con una preparación adecuada y un costo mínimo (refiero nuevamente al informe de la ONU).

Pero, como nuestra cultura política se basa en la lealtad ciega y la incapacidad de cuestionar, aparece quien quiere llamar chismes al ejercicio de este derecho y deber ciudadano. Lo contrario es una forma exquisita de fomentar que nos sigan haciendo lo mismo de siempre.

Clave Digital 6 de noviembre de 2007

Estado fallido, fallido, fallido

La gente de Foreign Affairs debería darse una vueltecita por el país para ver si reconsideran su decisión de excluirnos del grupo de los “Estados fallidos”. Que no se preocupen, que esta vez no habrá mayor escándalo ni revoloteo en protesta porque nos digan algo que hoy es más que evidente. (Aunque, vistas las reacciones frente a unos relatores internacionales que nos hablaron del evidente racismo que hay en el país, puede que me equivoque).

Cada vez más, República Dominicana parece ser un simple conglomerado humano y no una sociedad política organizada. El Estado dominicano cumple muy pocas de las funciones que le corresponden (que no sea la de cobrar impuestos para gastarlos en chulerías y Metros).

No importa cuál construcción teórica clásica del concepto y la justificación del Estado se tome… el nuestro falla de manera estrepitosa.

Hobbes justificó el Estado diciendo que surge como consecuencia de la búsqueda de a seguridad. Las personas renuncian a su libertad, o parte de ella, para que el Estado utilice el poder que le ha sido delegado en aras de proveer condiciones mínimas para una vida tranquila. En nuestro país eso no es así.

Ninguno de los proyectos que se supone que el Estado tiene que asumir tiene buen fin. Ahí está el sistema de seguridad social, que se está derrumbando pilar por pilar sin que nadie haga nada. Algo que debió estar resuelto antes de echarlo a andar ahora cojea, o más bien se arrastra penosamente apoyado sólo en muñones.

Lo mismo pasa con el sistema educativo que, durante décadas, ha sido uno de los peores del mundo y al cual nuestros flamantes gobiernos le retiran fondos para que los gasten los guardias o los ingenieros del Metro. Nos llenamos la boca de plumas hablando de modernidad, de insertarnos en la economía mundial y “brecha digital”, compramos muchas computadoras, las conectamos a la Red y creemos haber resuelto algo.

Pero nos olvidamos del hecho simple de que para que eso tenga efecto alguno es necesario que los usuarios tengan un nivel de alfabetización mínima. ¡Ah! Pero como comprar butacas y pagar buenos maestros no es “chic”, no se hace.

No hay justicia tampoco. A pesar de las esperanzas que se habían labrado en torno a la acción del Estado en los fraudes bancarios, eso se ha desmoronado en forma penosa. Lo que quiso ser una sentencia salomónica no pasó de ser un agua tibia de esas que el Apocalipsis condena a ser vomitadas. Una sociedad expectante, consciente de su pobreza material, tuvo que ver confirmada su pobreza institucional.

El Estado dominicano tampoco resiste el análisis webberiano. Porque si el padre de la sociología consideraba que el monopolio del ejercicio legítimo de la violencia era su característica principal, los hechos demuestran que la sociedad dominicana no le reconoce esa exclusividad al Estado. Los penosísimos casos de linchamiento están ahí. Cogiendo piedras para los más chiquitos, un pueblo genuflexo ante los grandes criminales se arma de valor para asesinar a los rateros.

Pero el último ejemplo –y quizás la gota que debe derramar el vaso de nuestra indignación- es lo sucedido con la tormenta Noé. A pesar de sus protestas tardías, el gobierno no hizo nada por dar a conocer a la ciudadanía la gravedad de lo que se avecinaba.

Los dominicanos nos vinimos a enterar de lo ocurrido sólo cuando ya había pasado lo peor. Y no todos tuvimos el privilegio, al momento de escribir estas líneas ya se contabilizan 21 muertos que nunca supieron que estaban en peligro.

Es una repetición de la imperdonable situación que se produjo en el país con el paso del Georges hace 9 años. No olvidemos que, mientras sus vientos asolaban ya la región Este, un alto responsable de la puesta en marcha de planes de prevención estaba en televisión acusando de alarmistas a los meteorólogos del Centro de Huracanes de Miami. Nueve años no nos han enseñado nada.

Hoy, un país sorprendido es testigo de cómo los responsables intentan escurrir el bulto. Seguro que también de esto encontrarán culpables en otros lares.

No es de extrañar que tantos dominicanos opten por marcharse del país. Después de experiencias como esta cualquiera se lo piensa. La verdad es que quizás sea aquí que se haga realidad el famoso chiste argentino de que el último que se marche tenga que apagar el bombillo. Rayos. Lo siento, olvidé que tampoco hay luz.

Clave Digital 30 de octubre de 2007

De turbas, ciudadanos y el crimen de protestar

Cuando acudí el sábado pasado a la marcha contra la corrupción, lo hice seguro de que la misma sería criticada por aquellos que entienden que la actividad ciudadana afecta sus intereses personales. En ese sentido, nada habría sorprendido. Al contrario, estaríamos al frente de más de lo mismo.

Ahora bien, de ahí a lo que luego se dijo de los caminantes hay mucho trecho. Uno de los representantes de la barra de la defensa del banquero acusado de “distraer” decenas de miles de millones de pesos le puso un toque de cinismo insuperable.

Para este señor, la organización de la marcha obedece a intereses espurios y que estuvo financiada con “millones de pesos” de “poderosos grupos económicos”.

Vaya, la historia de siempre, el cuento cansado, la vaquerada que todos sabemos como termina.

Hablo de cinismo porque no se puede describir de otra manera la posición de que los ciudadanos no tenemos derecho a pedir justicia ni a hacer uso de nuestro derecho a la libre expresión. Parece que sólo los que piensan como él pueden hacer uso de ellos; como sí lo hizo otro de los miembros de la defensa del mismo banquero que se pasó años fungiendo de vedette mediática y paladín autoproclamado de la lucha anticorrupción. Pero ya hoy el discurso no es el mismo y entonces hay que afirmar que quien lo hace es un mezquino.

Cosas veredes, Sancho que non crederes. Esto, teniendo en cuenta que la defensa técnica del señor Ramón Buenaventura Báez reconoció que este violó las leyes que rigen el sistema bancario y se han acogido a la figura de las circunstancias atenuantes para pedir una sentencia benigna.

Si ya ellos mismos han reconocido la responsabilidad de su defendido, ¿cómo puede ser perverso que los demás reclamemos un castigo ejemplar? Y digo ejemplar porque los años de una sola vida humana no bastan para aplicar a nadie un castigo a la altura del daño causado.

Y reitero cinismo porque, mientras casi nadie cuestiona el derecho del señor Báez Figueroa y sus cómplices de contar con una defensa técnica adecuada, una parte de sus defensores sí se ha dedicado a satanizar a quienes, desde el tribunal o la opinión pública, piden su condena. Ahora, se han convertido en turbas que –sólo por acudir a los juicios, que son públicos- quieren “presionar” a los jueces que conocen el caso.

No sé, pero turbas me parecen a mí las que, organizadas por afectos al régimen trujillista, provocaron a Monseñor Panal por haber sido uno de los auspiciadores de la Carta Pastoral de 1960. Ahí sí que había intención de dañar. Y no es comparable jamás eso con el que los directivos de Participación Ciudadana –o cualquier otro ciudadano- acuda al juicio que se le sigue a su defendido.

Claro, como eso va en contra de sus intereses está mal. Lo que no les parece incorrecto es la guerra sin cuartel llevada a cabo por uno de los principales diarios del país contra todo aquel que ose criticar a Báez Figueroa.

Lo que una vez fuera considerado por algunos como una “nodriza del crimen” y “escuela de la corrupción” aparentemente se ha convertido en un medio tan respetado que tiene derecho a atacar reputaciones de manera libre.

Los ciudadanos no debemos dejarnos amedrentar por aquellos que creen que nuestros derechos son válidos sólo si les conviene. Todos tenemos que unirnos y reivindicar el papel que nos corresponde en un sistema democrático.

Esa es una función que sólo podemos cumplir nosotros, y siempre de manera directa. Siempre aparecerá quien nos los quiera escamotear y son muchos, muchos, los que simplemente no creen en ellos, sino en el ejercicio puro y duro del poder en su propio provecho.

No se trata al final de que asumamos posiciones heroicas, sino que todos los ciudadanos dejemos claro que ni las descalificaciones ni los desaires nos detendrán en nuestro empeño por hacer oír nuestras voces.

Clave Digital 2 de octubre de 2007

La discusión sobre el aborto

Llega un momento en la historia de todas las sociedades en e que se tienen que enfrentar a sí mismas. No en una lucha fraticida, sino en el sentido de mirarse al espejo con atención y decidir cuál es su identidad real. Se ve obligada a levantar el velo con que cubre sus hechos y verificar si son coherentes con sus dichos.

Si hace esto de manera sincera, es un momento de madurez que alcanza a todos los miembros de la sociedad de que se trate. Esa, creo, es lo que le ocurre en estos momentos a la sociedad dominicana. El tema del aborto nos ha obligado a pararnos delante de ese espejo.

Lo que determina que esto sea así no es lo controversial del tema, sino el efecto combinado de la hipocresía social que lo rodea y la sorpresiva libertad con que se está discutiendo.

Que somos hipócritas respecto al aborto no hay que explicarlo demasiado. Si abordáramos estas cosas de forma más seria tendríamos que admitir que son incompatibles una sociedad en la que supuestamente la inmensa mayoría se opone al aborto y una sociedad en la que se reportan (ojo, se reportan) casi 100,000 abortos al año.

Se puede ser una u otra, pero es imposible ser ambas. Lamentablemente, esa es la posición que hemos querido sostener. Hacer proclamas respecto a la “naturaleza criminal” del aborto mientras llevamos a cabo cerca de 250 abortos diarios. Entiéndase, diez por hora, uno cada seis minutos.

Pero lo que resulta verdaderamente importante (y, al margen del resultado final de las discusiones) es la forma en que se ha producido el debate.

Recuerdo que en una de las vistas públicas celebradas me comentaba alguien que se opone al derecho a abortar que él y sus compañeros estaban felices porque por primera vez se habían unido todos, sin importar credo ni secta, para hacer un esfuerzo conjunto. Me hablaba esperanzado de lo bien que veía el que católicos, protestantes, musulmanes y judíos dominicanos pudieran unirse en torno a un tema.

Respondí que hacía mal en alegrarse porque en el contexto dominicano esa unión particular no es una señal de fortaleza sino de debilidad.

Le expliqué que esa unión había sido fruto de la necesidad de unir fuerzas y que eso demuestra que su posición está muy debilitada porque hace apenas diez años ese tema (dada la fuerza de la Iglesia Católica) ni siquiera se discutía.

El que ahora tengan que aunar esfuerzos para hacer la contra dice mucho de lo que ha cambiado el panorama.

Como decía, independientemente del resultado del debate, veo todo esto como una señal de avance. Que los dominicanos estemos discutiendo un tema como este en la forma en que lo hemos estado haciendo es maravilloso.

Y eso vale para la posición de la mayoría de los participantes sin importar sus opiniones. Aunque no comparto su posición no dejo de admirar la convicción y preocupación con que muchos de los que se oponen el derecho al aborto intentan hacerse escuchar.

Ahora bien, este avance democrático no es bien visto por todos. Hay sectores de nuestra sociedad que están acostumbrados a que la suya sea palabra de Dios. Por eso se han tomado mal, muy mal, que este tema –que en su opinión no hay que discutir- esté sobre el tapete de la opinión pública. Lo que es peor, desesperan ante la posibilidad de que el resultado en el Congreso no sea el que esperan.

En vista de que los dominicanos estamos dando muestras de una –aparentemente negativa- capacidad de discutir públicamente temas importantes sin pedirles que nos guíen, se han dedicado a intentar boicotear el proceso. Dado que las cosas no cambiaron cuando “tronaron” desde sus principescos podios han decidido insultar a todo el que se les oponga.

De tontos, imbéciles, enfermos, charlatanes y vendidos no bajan a sus conciudadanos. Tanto así que han ofendido a potenciales aliados (entiéndase, muchos congresistas conservadores que se han sentido insultados por el simple hecho de hacer lo que es su trabajo: escuchar a los ciudadanos), haciendo más difícil su propia posición.

Reitero, el simple hecho de que estas cosas se estén discutiendo es ya un gran paso de avance. Lo que hace a un buen ciudadano es la capacidad de entrar en el juego democrático del intercambio de opiniones, respetando siempre el derecho de otros a hacer lo mismo desde posiciones encontradas a las suyas.

Ojalá que quienes hoy se sienten por encima de los demás acepten algún día que en un sistema democrático como el nuestro todos tenemos el mismo derecho a opinar.

Clave Digital 18 de septiembre de 2007

Cambio de capataces

La cultura política dominicana es como un espejo de feria: distorsiona la imagen de todo lo que vemos en ella. Es el fruto del experimento político dominicano. En vez de crear las bases para un ejercicio democrático real hemos intentado (con medidas variables de éxito) meter el autoritarismo en el traje de la democracia, pero evitando alterarlo en su forma.

Por eso, aún cuando utilizamos los términos que la ciencia política contemporánea relaciona con la democracia, en realidad nos estamos refiriendo a sus contrapartes autoritarias.

Por ejemplo, durante décadas hablamos de “elecciones”, cuando en realidad nos referíamos a las confirmaciones de un tirano velado que no permitía competencia electoral. De igual forma, hablamos de “legalidad” cuando en realidad nos referimos a la voluntad arbitraria de quienes ejercen el poder. Ya es sabido que cuando hablamos de “Presidente” nos referimos realmente a nuestro monarca absoluto semi electivo.

Al final, las palabras que utilizamos sólo se relacionan con los conceptos a los que nos referimos en el particular espejismo de nuestra concepción de la autoridad en el Estado.

Pero al eufemismo que me quiero referir hoy es al de “renovación del gabinete”.

Todos usamos esa frase cuando sabemos que aquello de lo que hablamos en realidad es del cambio de los capataces. Y digo capataces porque así es como se comportan los secretarios de Estado y los demás funcionarios nombrados por el Presidente (este o el que sea, da igual). Cuidan la finca que por cuatro años le pertenece al mandatario de turno. Y lo hacen sin rendirle cuentas a nadie que no sea el jefe a quien le deben el puesto.

No creo necesario hacer una relación de cómo los capataces se comportan cuando alguien que no sea el mandamás intenta pedirles cuentas por sus acciones.

Las sentencias sobre recursos de amparo son ignoradas, con muy escasas excepciones lo mismo pasa con las interpelaciones congresuales.

Les importan un comino y se llenan de orgullo ante su negativa a obedecer estas órdenes si, como en el caso de un ex jefe de la Policía, el dueño de la finca insinúa que no entiende porqué tiene que darle explicaciones a nadie.

Ojo, que no hay error en el párrafo anterior, porque las interpelaciones y las sentencias judiciales son órdenes que todo funcionario público –electivo o no- tiene que obedecer en una democracia constitucional.

Pero no aquí porque, como decíamos al principio, llamamos democracia a nuestro sistema pero en realidad es otra cosa cuyo nombre nos negamos a admitir. Pero no porque nos dé vergüenza, sino precisamente porque nos hace falta.

Lo anterior viene a cuento por la expectación casi morbosa que cada aniversario de una administración levanta en el país.

En una especia de sustitución de la farándula “artística” los dominicanos asistimos fascinados al espectáculo del Presidente mientras decide de manera arbitraria cuales capataces quiere cambiar, ya sea por su probada ineptitud o porque ya se ha terminado de saldar el favor político que motivó el nombramiento.

En vez de preocuparnos por la continuidad del plan de gobierno, observamos extasiados el dedo omnipotente capaz de crear emporios, destruir sueños y desilusionar oportunistas. Mientras tanto, a lo peones de la finca no nos queda otra cosa que elevar plegarias por que el mandamás no se equivoque y seleccione a alguien con alguna competencia y poco arbitrario (esperanzas que las más de las veces se ven truncadas).

Nadie, absolutamente nadie, puede intervenir con la voluntad del Presidente. Una vez hecho el nombramiento sólo nos queda encomendarnos a la Virgen de la Sagrada Medalaganería y confiar en que un desempeño más atroz de lo usual lleve a una destitución que no sea demasiado tardía. Mientras tanto, el nuevo capataz hace y deshace a voluntad.

Mucho se ha teorizado del porqué de la renuencia de los funcionarios públicos a aceptar una autoridad ajena a la del Presidente. La más de las veces la explicación se busca en la fuente de su nombramiento. Asumimos que el hecho de ser nombrados y destituidos por el Presidente sin control alguno los lleva a identificarse con él. Creo que estamos viendo el mapa con el norte hacia abajo. La razón del que el nombramiento y destitución tengan esa forma es que nuestra cultura política no aceptaría las cosas de otra forma. La forma siempre sigue al fondo.

No sé si esto cambiará en el futuro cercano. Lo que sí sé es que la segunda mitad de agosto de este año, como la de todos los años, será la de leer hojas de té, tazas de café y cartas del Tarot tratando de saber cómo nos afectará la voluntad del jefe hasta agosto del año que sigue.

Clave Digital 21 de agosto de 2007

Contra el hastío

Hace un tiempo hablaba con un amigo sobre la responsabilidad que implica tener una columna en un medio de comunicación. Coincidimos en que hace bien que los ciudadanos puedan expresarse al margen de las vías tradicionales del periodismo dominicano, principalmente por el cinismo que algunas de ellas demuestran. En lo que diferimos fue en que, en su opinión, tener que escribir un artículo cada semana o cada dos semanas puede significar una carga importante si se asume como un ejercicio serio. Yo, por mi parte, le expliqué que con tantas cosas que andan mal en el país es fácil encontrar temas sobre los cuales escribir y que eso aligera mucho la carga.

El tiempo, sin embargo, le ha terminado dando la razón a él. Aunque no por las razones que exponía, sino por una consecuencia de la que expuse yo. Y es que a veces uno se da cuenta de que tantas, pero tantas cosas andan mal que ya no quiere escribir de ninguna.

No existe un solo aspecto en el cual el país marche como debe ser. Los ayuntamientos andan dando espectáculo, el Congreso aprueba leyes a la carrera, la Seguridad Social no termina de arrancar, el Metro sigue, el Ministerio Público no fundamenta los casos de corrupción, la justicia no termina de asumir completamente la reforma procesal penal, se demuestra que algún senador ha falsificado documentos de venta, el Banco Central se dedica a hacer publicaciones políticas, los miembros de la Cámara de Cuentas quieren permiso para hacer campaña, el Presidente sigue sin escuchar, el Banco Nacional de la Vivienda hace cosas cuestionables, se pone en duda la legalidad de los contratos de las plantas de carbón, la luz sigue fatal, la oposición no asume su papel… En fin. Es como para meterse debajo de una piedra y no salir de allí.

Uno se cansa. Ya suficiente es para los ciudadanos dominicanos tener que intentar sobrevivir en el seno de un Estado que no brinda los servicios básicos para una vida decente. También tienen que sufrir un bombardeo de afrentas tan grave que se embota su capacidad de indignarse. A veces entiendo por qué tantos dominicanos se han bajado del carro de la ciudadanía responsable para subirse al del consumismo. Quedarse en el primero es una propuesta dura.

No hay forma de evitar la frustración. El tiempo no alcanzaría ni siquiera si pudiera uno dedicarse todas las horas del día a trabajar por un mejor país. Tirar la toalla, aunque contraproducente, no es una decisión del todo irracional cuando se toma en cuenta la asimetría entre las necesidades de este país y las fuerzas de cada ciudadano particular.

Pero como decía, hacer esto es contraproducente. Sólo se convierten en democracias vibrantes las sociedades en las que los ciudadanos asumen un papel activo en el debate público y aprovechan todos los resquicios de participación política a los que tienen acceso. Abandonar antes de echar el pleito no es una opción ni puede ser aceptado como tal.

Nuestra primera responsabilidad como ciudadanos es oponernos a las acciones que diluyen los principios democráticos en los que supuestamente se fundamenta nuestro acuerdo de convivencia política. La solución cortoplacista es, a la vez, una de las razones por las que existe el problema. No podemos contribuir a ningún cambio si vivimos alejados del proceso de toma de decisiones. Ya sabemos que no nos quieren allí, pero ese es un derecho que debemos, y podemos, reclamar.

Una ciudadanía pasiva es la mejor aliada de las enfermedades terminales de la democracia. Ninguno de los abusos que nos hacen sufrir de hastío fuera tan frecuente si no fuéramos cómplices indirectos. El descaro con el que desde hace años se hiere la convivencia democrática no fuera posible a no ser por la ausencia de la mayoría de los ciudadanos en el debate público.

Hay que enfrentar el hastío. La democracia, por definición, requiere que los ciudadanos hagamos todo lo posible por meter la cuchara en la que, al fin y al cabo, es nuestra sopa. Y debemos hacerlo desde cualquiera de los ámbitos que se nos abren. Ninguno es muy pequeño o demasiado insignificante. La vida democrática se fortalece cuando los ciudadanos creamos redes de diálogo y discusión. Y más aún si las aprovechamos para la acción.

El país no mejorará sólo y hace más que esfuerzo en el trabajo para que así sea. Todos debemos esforzarnos un poco más (y ya sé lo mucho que cuesta) para poner nuestro muy pequeño –pero invaluable- granito de arena.

Clave Digital 7 de agosto de 2007

El peligro de las armas

Cada vez que en el país trasciende un caso de violencia sale a relucir o el uso indebido de un arma de fuego su porte por una persona no autorizada para hacerlo. Los casos son de tres tipos principales: O un asaltante hiere mortalmente a su víctima, o un conflicto menor entre dos personas termina a balazos o una patrulla policial decide “contribuir” a la seguridad ciudadana creando una lluvia indiscriminada de plomo.

Para cualquier observador esto debería ser indicio de que la proliferación de armas de fuego es uno de los factores que incide en la violencia. El primer tipo de casos es el que más fácilmente irrita a la opinión pública puesto que alimenta la percepción de que estamos desprotegidos y a merced de personas violentas y armadas. Esto es válido. Sin embargo, no lo es que la indignación por esto eclipse la que deberíamos sentir el segundo y el tercer tipo de casos.

Cuando alguien, ya sea un policía o un ciudadano privado, hace uso indebido de su arma de fuego los dominicanos nos lamentamos de la “pérdida de vidas inocentes” pero no nos fijamos en la contribución de las armas a que así fuera. Es como no ver lo que tenemos frente a nuestras narices. Por ejemplo, en el caso de LOFT una pelea que pudo haber terminado en otra forma se saldó con tres muertos porque todos salieron a “resolver” buscando sus armas. Nuestra tolerancia con la violencia armada de la policía es peor, incluso se convierte en exhortación a que primero dispare y después pregunte. Tristemente, aunque al final en muchas ocasiones terminemos lamentándonos de los resultados, casi nunca nos cuestionamos el procedimiento.

Así las cosas, se arma un revuelo cada vez que alguien pretende introducir en el debate público la necesidad de que se regule mejor el porte y tenencia de las armas de fuego. Inmediatamente sale el argumento de que “las personas tienen derecho a defenderse”, a pesar de que la evidencia anecdótica insinúa lo contrario y estudios realizados en otros países latinoamericanos prueban que “defenderse” con un arma de fuego hace cuatro veces más probable la muerte de quien la usa (Programa de las Naciones Unidas de Desarrollo (PNUD) El Salvador (2003), Armas de fuego y violencia).

Que las armas nos brindan seguridad es un mito. Por ello, no acepta argumento contrario y se mantiene como creencia a pesar de que, como vimos, la evidencia empírica lo niega. Su fundamento no está en ninguna realidad comprobada sino en la cultura de la violencia y una mal entendida hombría que tenemos los dominicanos. Tal como afirmaba Moscoso Puello en Cartas para Evelina “En este original país, la suprema aspiración es batirse, ser valiente, disfrutar de la fama maravillosa merced a la cual todo se nos hace más fácil. La sangre nos fascina y nada nos parece más bello que una sonata de balas”. Hablar, por tanto, de control de las armas es anatema en un país donde el pote, el carro y el “hierro” son símbolos de estatus.

Indicio anecdótico de la inutilidad de las armas y la justicia por la mano propia es lo sucedido hace pocos días cuando el negocio de un pequeño empresario fue asaltado y este salió, arma de fuego en mano, a cazar al responsable. Efectivamente, le dio alcance y le mató. Pero sus propias acciones fueron la fuente de su perdición. Una patrulla de la Policía lo confundió a él mismo con un asaltante y lo acribilló a balazos.

El arma no le sirvió de nada que no fuera para hacer aquello para lo que están diseñadas: matar a otro ser humano. Pero incluso cuando este ya no podía defenderse, haberla utilizado fue un error fatal. Es posible que la patrulla policial disparara antes de preguntar –es lo que hacen todo el tiempo, además-. Sin embargo, no es posible negar que el espectáculo de una persona matando a otro en una de las principales avenidas de la ciudad capital es suficiente para confundir a cualquiera. En este caso, como en muchísimos otros, las armas y su uso indiscriminado se convirtieron en una amenaza a la seguridad ciudadana.

Quienes propugnan por la justicia del Viejo Oeste olvidan que esta sólo se consigue luego de que corran ríos de sangre. Hasta en las películas de Hollywood (adicto al “final feliz” improbable) mueren como moscas los protagonistas y sus compinches. Es necesario que reconozcamos que las armas no nos proveen seguridad. Por el contrario, deben ser objeto de control por parte del Estado dominicano. Una sociedad donde sólo estén armados los que verdaderamente lo necesiten es una sociedad más segura.

Clave Digital 10 de julio de 2007

La violencia que aceptamos

En nuestro país se esta llevando a cabo una matanza silenciosa. Ser mujer en este país es un oficio peligroso, es difícil que pase un día sin que nos enteremos de un nuevo caso de violencia de género con desenlace fatal.

Los maridos celosos, los despechados vengativos y los desconocidos abusadores se encargan casi todos los días de apagar la vida de una mujer dominicana. Las estadísticas son terribles, pero el espanto no acaba ahí, es sólo la punta del témpano de hielo.

La violencia a la que son sometidas las mujeres dominicanas toma muchas formas y, lo que es peor, lo permea todo el tiempo. Sería llover sobre mojado hablar sobre el doble estándar que afecta a las mujeres respecto del hombre.

Según la visión tradicionalista que todavía tiene vigencia para muchos, la mujer solo tiene deberes y el hombre solo tiene derechos. Todavía hay quien sostiene la opinión estúpida de que “el lugar de la mujer es la casa” o que se cree el mito mil veces refutado de que el hombre es más confiable y trabajador.

Ni qué decir sobre la doble moral sexual o la que rige los modelos socialmente aceptados de relación entre padres e hijos. Todo lo anterior complicado por una hipocresía que sostiene que la mujer es poco más que un objeto sexual y cuya manifestación más ridícula es la imposibilidad de pretender publicitar un producto para su venta sin que lo manosee obscenamente una modelo en traje de baños. Así vendemos estufas, carros, salamis, abanicos, computadoras, lo que sea.

La mujer dominicana debe escoger, tal y como se quejara Sor Juana Inés de la Cruz en sus “Redondillas”, entre ser la santa enjaulada o la puta deseada pero despreciada. No puede ser un término medio, pero tampoco puede escoger su posición libremente, sin tener que asumir el precio que la intolerancia ajena impone a sus opciones. Al final, ser ella misma es lo que más caro le sale a una mujer dominicana.

Pero nuestra sociedad no ve –no quiere- ver esto. Hablando una vez con un estadounidense sobre el racismo en esa sociedad, mi interlocutor usó una frase que no tiene desperdicios: “Sólo los blancos se pueden dar el lujo de no fijarse en el color”. La explicación de esta afirmación es que sólo quienes no se ven afectados por la discriminación pueden ignorar las causas de la misma. En el caso de las mujeres dominicanas el asunto se complica porque muchas asumen como bueno y válido un conjunto de reglas de juego diseñado para negarles el derecho a ser respetadas.

Por eso entiendo, desde el punto de vista humano, la reacción de muchas mujeres cuando insisten en el uso del lenguaje de género “neutro” o, como sucedió recientemente, cuando apoyan medidas autoritarias como respuesta a la incapacidad del Estado para protegerlas.

Me permito ampliar un poco mi posición sobre los dos ejemplos anteriores. Estoy consciente de que el español es un lenguaje sexista, pero creo que llenar un texto con arrobas o con los irritantes “os/as” no es la solución. Para mí, ese tipo de conquistas es vacío. Nos da una sensación falsa de haber logrado algo, sin embargo, las causas estructurales del maltrato a la mujer siguen allí.

El otro caso es el de la reciente polémica por la anulación de una orden de protección (inconstitucional) dictada por una funcionaria de Ministerio Público. Si bien entiendo la urgencia que entrañan estos casos, la solución es llevar al sistema de justicia a responder a las necesidades reales de las mujeres.

Pero es un error reproducir las prácticas autoritarias de antaño con la esperanza de que ahora su aplicación sea “justa”. El autoritarismo es como el fuego, un excelente esclavo, pero un amo peligroso. Y son muchos los que se han dejado llevar por sus promesas para luego lamentarlo. No es necesario repetir ese error.

A pesar de lo anterior, o incluso precisamente por ello, creo que la sociedad dominicana debe reflexionar sobre el trato que reciben las mujeres en el país. Deben dejar de ser ciudadanas de segunda categoría.

El Estado tiene que reconocer que tratar de igual forma a personas que están en situación de singular desventaja no es justo sino todo lo contrario. Por ello debe aceptar la necesidad de legislación que las proteja de la violencia constante a la que son sometidas. Este es el primer paso en una tarea ardua que nos espera a todos. Eliminar estas miserias de nuestra sociedad es responsabilidad de todos.

Clave Digital 26 de junio de 2007

Un año de vuelta

Cuando me disponía a volver al país desde mis estudios en el extranjero escribí un artículo titulado “Por qué volver”. En este expuse las razones que me hicieron volver al país a pesar de que, como señala un reciente estudio de la UNESCO, hasta un 80% de los dominicanos que hacen estudios de maestría o superiores fuera del país no regresan.

Publicado el artículo, recibí la sugerencia de escribir otro al año o seis meses que explicara mis impresiones una vez de vuelta.

Cosa curiosa, todos aquellos que me lo sugirieron son amigos dominicanos residentes en el exterior. A ellos les digo: este es ese artículo.

Lo primero que debo indicar es que lo más importante que aprendí en el extranjero es que, en el fondo, los problemas que vivimos aquí se dan en todas partes. No cometeré la ingenuidad de decir que todo es lo mismo, pero es falsa la idea de que este es el peor país del mundo o el lugar donde se extreman esas dificultades.

Tal como señaló Wilfredo Lozano hace poco, esa forma de pensar es fruto de nuestro provincialismo.

Otra cosa es que, en sentido general, el país está mejor de lo que esperaba. Las quejas constantes de mis amigos dominicanos me habían convencido de que el país había sido objeto de un cataclismo del que jamás se recuperaría.

Es decir, que nunca seríamos posmodernos porque simplemente nos habíamos convertido en postapocalípticos. Casi esperaba ser asaltado camino del aeropuerto y necesitar la ayuda de Max Rockatansky para llegar (no muy sano, pero al menos a salvo) a mi hogar.

Ahora bien, como estoy seguro de que los amigos que me pidieron que escribiera este artículo creen que soy un romántico perdido o un ser eminentemente atado a la tierra que me vio nacer (no conciben de otra forma mi decisión de regresar), voy a referirme exclusivamente a las dos cosas que me han causado la impresión negativa más fuerte.

La primera es el tránsito. Yo siempre he sabido que los dominicanos manejamos como si no hubiera futuro.

Somos capaces de las cosas más insólitas, como por ejemplo robarnos un semáforo para ahorrarnos la eternidad de quince segundos. O ir como locos para al final esperar el cambio de luz justo al lado de aquellos a los que hemos creído dejar mordiendo el polvo de nuestros neumáticos.

Pero lo que sucede ahora no tiene nombre, ando horrorizado por la calle. Parece que hay una competencia nacional en ver quien hace la maniobra más estúpida e innecesaria. Y la falta de respeto por los demás me parece degradante incluso para los afrentosos. Por ejemplo, cuando, al ver que el semáforo se les pone amarillo, adelantan sus vehículos para no “quedarse atrás” a pesar de que no avanzarán más de 5 metros y entonces obstaculizarán el paso de los que venimos por la vía perpendicular a la suya.

Hace unas semanas me sucedió que quien hizo esto fue una chica cuyo vehículo, vestimenta y “swing” la delataban como miembro de la crema y nata de esta sociedad. Cuando cometí el “atrevimiento” de reclamarle me respondió con la sarta de insultos más fabulosamente soez que he escuchado en mi vida (y malas palabras he escuchado muchas, principalmente cuando hago públicas mis opiniones sobre el matrimonio homosexual y el aborto).

No tengo ni que decir que me impidió responderle la vergüenza ajena (y la imposibilidad de hacerlo de forma igualmente insultante sin acusarla de al menos cinco crímenes tipificados y dos cosas que no me he atrevido nunca a vocalizar).

Lo segundo viene atado a la experiencia con la “damita” del párrafo anterior. Y es la forma en que se ha degradado el debate en este país. Ya nadie quiere escuchar a nadie, el que más alto habla y dice más tonterías por minuto cree que “gana” las discusiones (si hay tal cosa como “ganar” un debate en una sociedad democrática). Cuando me marché, la tendencia del entonces Presidente a querer “callarle la boca” a quienes lo contradijeran era ya preocupante, pero ahora esta actitud se ha democratizado.

No hay quien critique a nadie sin que sea acusado de tonto útil o vendido. Esto es más notorio en algunos funcionarios oficialistas y sus aduladores, para quien todo el que les critique en lo más mínimo no es más que un “miembro del PPH” (yo, de ser ellos, no diría eso porque si todo el que hoy critica al gobierno es verdaderamente un PPHero, entonces el PLD no tiene nada que buscar en las elecciones de 2008).

Todo lo anterior puede parecer un análisis ligero, y quizás lo sea. Pero yo estoy convencido de que el tránsito en una sociedad refleja la forma en que nos comportamos en sentido general. Conducir es comunicarse y reconocer que el derecho del otro está muchas veces por encima de nuestra capacidad de aprovecharnos de todas las oportunidades de avanzar un centímetro nosotros sin tomar en cuenta que le atrasamos un metro al vecino. Así como manejamos, así somos como ciudadanos.

Lo de la gravedad del deterioro del debate público no tengo que explicarlo, creo. Me parece autoevidente que ninguna sociedad democrática puede progresar si no tiene un debate público sano. Nosotros no lo tenemos, así que veremos hasta donde llegamos por este camino.

Clave Digital 12 de junio de 2007

"A nadie se le ocurriría pensar..."

Si hay algo en lo que todos los dominicanos estamos de acuerdo es en la influencia negativa que ha tenido sobre nuestra democracia el excesivo poder presidencial. Desde siempre, los presidentes dominicanos han sido autócratas, verdaderos monarcas rodeados de boato republicano.

Quien haga una lista de nuestros presidentes podrá descubrir que en su mayoría han sido golpistas, aventureros, caudillos de poca monta y canallas empedernidos. Sólo algunos logran pasar el más mínimo tamiz de decencia y responsabilidad propios de un estadista. También podrá descubrir que esta tendencia –con la excepción más que notoria del caudillo adicto a los fraudes- se ha visto debilitada desde que las transiciones presidenciales empezaron a ser pacíficas.

Por mucho que nos quejemos con razón, la más de las veces, de los presidentes democráticos recientes –reitero la evidente excepción- estos han marcado una diferencia cualitativa con la mayor parte de las administraciones presidenciales de nuestra historia. La cultura democrática poco a poco se ha ido imponiendo. Lo malo de reconocer el efecto de la democracia en el adecentamiento de nuestra cultura política es que tenemos que enfrentarnos al hecho de que la primera transición de una administración democráticamente electa a otra se dio en 1982.

Y la de una administración a otra del principal partido de la oposición fue en 2000. Excluyo las elecciones de 1986 por lo cuestionadas que fueron (no olvidemos que quien al final decidió el ganador no fue la Junta Central Electoral, que es el organismo constitucionalmente facultado para ello), y las de 1996 no porque la victoria de Leonel Fernández fuera fruto de elecciones técnicamente cuestionables, sino porque concurrió a la segunda vuelta aliado con el partido del entonces Presidente. Entre ambas experiencias tuvimos traumas electorales tan graves como los de 1990 y 1994.

Visto lo anterior, debemos reconocer que le sistema democrático no ha tenido tiempo para eliminar completamente los resabios del autoritarismo. Los hechos lo demuestran, en todas las campañas presidenciales –incluso en las de nuestra recién estrenada democracia- se ha denunciado, con pruebas contundentes, el uso de los recursos del Estado para apoyar al candidato oficialista, sin distinción de partido.

Frente a este contexto, un juez de la Cámara Administrativa de la Junta Central Electoral ha sugerido que, ahora que el Presidente de la República es candidato oficial de su partido, debería tomarse una licencia, evitando así confundir su papel de presidente con el de candidato. Esta propuesta será ambiciosa, pero para nada descabellada. Sólo hay que ver cómo se comportaron los últimos presidentes que intentaron reelegirse desde el cargo.

Pero ahora resulta que, frente a toda la evidencia histórica y empírica, la secretaria de de Educación tiene la valentía de sugerir públicamente que (A) nadie se le ocurriría pensar que [el Presidente] va a utilizar recursos del Estado en una campaña electoral”. Estas declaraciones son a la vez alarmantes y reveladoras. Alarmantes porque ponen en evidencia que, una de dos, o la secretaria no tiene ni idea de la realidad política dominicana o piensa que el resto es el que carece de ella. Que revise su propio jardín para que vea lo que dicen muchos de sus compañeros de partido sobre el reciente proceso electoral interno.

Por otra parte, la frase misma denota que, en su opinión, en este país a nadie se le ocurre pensar las cosas más obvias. Y eso, precisamente en una secretaria de Educación, es muy, pero muy, revelador. No creo que esto necesite mayores comentarios.

No es necesario pensar que Leonel Fernández es la encarnación del mal para saber que, al igual que todos los demás, no escapa a los efectos perniciosos de nuestros vicios políticos.

Ningún Presidente ha resistido esa tentación, y, dada su naturaleza humana, el que tenemos no está libre de ellas. La secretaria debe saber que ni la adulación extrema es buena consejera al hablar, ni la convicción de que los demás nos chupamos el dedo es cierta.

Ya está bueno de que los dominicanos tengamos que aguantar el cinismo de quienes nos gobiernan (ahora o antes, da igual). Es perfectamente posible tener un debate racional y productivo sobre la sugerencia del juez de la Junta. Hay argumentos válidos de lado y lado. Lo que no es de recibo es que nos traten como tarados.

Clave Digital 15 de mayo de 2007

La difícil tarea de reformar los malos hábitos

Cuando hace diez años en el país empezó a hablarse de reformar el sistema de justicia penal, el estandarte de los reformadores fue la modificación del inoperante Código de Procedimiento Criminal.

Ese instrumento jurídico, vetusto y poco adaptado a la realidad del país (no hay que olvidar que se creó para regir el sistema penal de una sociedad feudal, agraria y europea), era visto con razón como uno de los principales obstáculos a un sistema de justicia eficiente.

No era para nada una idea nueva. Ya durante el siglo XIX, Pedro Francisco Bonó –entonces secretario de Estado de Justicia- se quejaba amargamente de un código que multiplicaba los presos preventivos y atoraba el sistema de justicia por la inmensa complejidad del proceso, incluso en los casos menos graves (informe al Congreso Nacional de 30 de septiembre de 1867).

También se lamentó de esta adopción Felipe Dávila Tomás de Castro, legislador y, después, presidente de la Suprema Corte, quien el 24 de enero de 1859 afirmó que el Código de Procedimiento Criminal era “la legislación de un pueblo remoto, de costumbres diferentes, de hábitos desemejantes, de idioma extraño, que habita un clima distinto y organizado con instituciones completamente distintas”.

Pero lo viejo de la idea no evitó que irrumpiera como tromba en una cristalería, estrellando las sensibilidades jurídicas de una comunidad de abogados acostumbrada a perpetuar el eterno ayer.

Sólo muy poco a poco se fue modificando la forma de pensar en torno al Código de Procedimiento Criminal hasta que, finalmente, fue aceptado por una parte significativa de los abogados.

El problema es que, por lo lacerante de la propuesta de cambiar el Código en su totalidad, el debate se centró en esa sustitución. De ahí que muchos de los que intervinieron en la discusión pública, en ambas partes, entendieron que la reforma se agotaba con el cambio de la ley.

Como consecuencia de esto, se ignoró que los reformadores proponían un cambio radical en todas las instituciones del sistema de justicia penal. Un cambio que debió de llevarse a cabo de manera coordinada.

No sólo esto no ha sido así (las dificultades para modernizar la Policía Nacional son el mejor ejemplo), sino que en muchos estamentos del sistema de justicia se ha olvidado que la nueva ley tiene como fin modificar la forma en que se hacían las cosas y no simplemente brindar un nuevo fundamento a viejos hábitos.

Por todo lo anterior es preocupante el reciente reportaje de Clave en el que se afirma que el nivel de presos preventivos ha vuelto a alcanzar niveles similares a los que tenía antes de la reforma. Es decir, los jueces están utilizando herramientas modernas para seguir viviendo en las cavernas.

Es bien sabido que la jurídica es una de las más renuentes al cambio en el universo de las profesiones liberales. Los abogados se benefician de que las cosas no cambien. Esto se acentúa cuando se trata de miembros de cuerpos semicorporativizados, como son los jueces. Sin embargo, la tendencia a repetir el pasado utilizando los mecanismos de una reforma tan profunda como la procesal penal ofende a la inteligencia y el deseo de progreso democrático que la justicia dominicana.

Lo que sucede es injustificable, por más que la asincronía de los procesos de reforma de las instituciones de justicia penal cree distorsiones en el sistema. El reportaje de Clave debe servir como llamada de alerta a todos los interesados en modernizar el sistema de justicia. No basta con cambiar leyes, la reforma no ha acabado y debe profundizarse. Las soluciones fáciles, como la de ampliar los plazos de prisión preventiva, no tendrán otro efecto que agravar un problema que ha vuelto a levantar cabeza.

El país se las verá siempre negras mientras las reformas que necesita (jurídicas o de cualquier otro tipo) sean sólo vistas como una oportunidad de hacer galas de un discurso público “moderno”, pero sin necesidad de comprometerse a largo plazo con resultados concretos. Aprobar reformas legislativas y luego dormirse en los laureles puede ser incluso peor que dejar las cosas como estaban. Si fracasa la reforma procesal penal –que es uno de los buques insignia del proceso de modernización del Estado-- nos arriesgamos a que se desprestigien los esfuerzos de reforma en sentido general. La consecuencia obvia de esto es que los dominicanos tendríamos que vivir durante décadas con más de lo mismo.

Clave Digital 5 de agosto de 2007

La peligrosa vacuidad del discurso patriotero

El discurso, el uso de la palabra, tiene mucha mayor importancia de lo que a primera vista parece. La calidad casi mágica de la palabra es reconocida en casi todas las culturas. En sociedades como la nuestra, imbuidas de los valores judeo-cristianos, esto forma parte esencial de sus valores fundamentales.

No en vano las primeras líneas del primer capítulo del Evangelio según San Juan afirma que “En el principio existía la Palabra (…) y la Palabra era Dios. (…) Todo se hizo por ella y sin ella no se hizo nada”. La palabra, el hecho de hablar, es poderosa. Por tanto, lo que se dice o se deja de decir tiene el efecto de alterar la realidad.

Esto es particularmente cierto en sociedades que se pretenden democráticas donde el flujo libre de ideas es la sangre que da vida al cuerpo político.

Los debates que determinan el rumbo a seguir necesitan de dos componentes fundamentales, las ideas y las palabras que las expresan. De ahí que el discurso de las partes enfrentadas en el debate político debe ser, en definitiva, la piedra angular de todo sistema democrático.

Lamentablemente, no siempre es así. Una de las discusiones más importantes en la República Dominicana adolece de argumentos sólidos por parte de algunos de los participantes. Me refiero a los patrioteros para los que es anatema todo lo que huela a haitiano o a domínico-haitiano.

Evidentemente, no me refiero a todos los que opinan que no les corresponde la nacionalidad a los hijos de indocumentados. Entre ellos hay mucha gente que sí está dispuesta al diálogo. A los que me refiero es a los que, a fuerza de desgañitarse lanzando improperios, ocupan las primeras páginas de los diarios de circulación nacional. Estos son muchos menos, pero son los más vistosos y la vacuidad de su discurso está teniendo efectos perniciosos en el país.

El problema es el siguiente: su discurso es negativo en el sentido lógico y por ello no pueden ni articular propuestas ni darle contenido. Se basa en el rechazo irracional y automático de lo que ellos entienden es una mácula a nuestro país, pero más de ahí no tiene sustancia alguna.

Sólo pueden intentar llenarlo con la idea trujillista –porque la promovieron los agentes intelectuales del régimen- de dominicanidad (aquella en la que no somos más que unos españoles perdidos en el Caribe), las teorías de la conspiración (buen ejemplo es el Canciller, que parece que nunca ha leído completos los informes de Amnistía Internacional o por lo menos se salta la parte donde atacan fuertemente al gobierno de los EE.UU.) y el abuso de una cita de Duarte sacada fuera de contexto (no olvidemos que hablaba del escarmiento de los traidores refriéndose a aquellos que buscaban siempre entregar el país a las potencias europeas y a los EE.UU., por eso lo dijo en ocasión de la Anexión y nunca refiriéndose a Haití).

A falta de lo anterior carecen de que aportar al debate. Pero ahí no hay sustancia, es imposible entrar en un proceso dialéctico con quien no tiene nada que decir y lo que sí dice lo repite como loro y a pleno pulmón. Por ello es que, a pesar de las décadas de propaganda y condicionamiento, no terminan de convencer a una mayoría significativa del país.

Una encuesta reciente reveló que distamos mucho de ser la exigua minoría quienes sostenemos que los hijos de indocumentados haitianos nacidos en el país son dominicanos.

Un 43% de los dominicanos sostiene esa posición. No somos un grupito, somos casi la mitad. Y es esto lo que no pueden comprender ni aceptar: que una parte importante de la población dominicana no se traga su discurso. Me atrevo a decir que eso es así porque se nos revela como lo que es: una pompa de jabón completamente vacía.

A falta de poder de convencimiento, buscan saldar la discusión a conveniencia suya mediante la imposición. Para ellos, nadie puede tener una opinión distinta. Todos debemos marchar al mismo paso y en la misma dirección.

La renuencia de tantos dominicanos a aceptar sus ideas, y su propia incapacidad para discutirlas, les han llevado a adoptar una posición inflexible, de todo o nada. No comprenden ni aceptan que existan voces como la de Sonia Pierre y muchos otros dominicanos. En su impotencia insultan y denigran a los demás, como es el caso del diputado que escribió un artículo insinuando que quienes no están con él son un“bando de parricidas y traidores”.

Llegan a tener la osadía de hacer de sus ideas un criterio fundamental de dominicanidad. Ante sus ojos, quien no las comparte deja de serlo inmediatamente. Triste de la democracia donde la disidencia no es aceptada. No es democrática una sociedad donde se puede amenazar con despojar de la nacionalidad a quien haga uso de su derecho a opinar.

La vacuidad de los ultraconservadores dominicanos es peligrosa. Porque no permite diálogo, sólo monólogo. Y donde no hay diálogo el argumento de la fuerza no tarda en hacerse presente. Creo que a los dominicanos nos ha tomado demasiado aprender a hablarnos los unos a los otros como para que ahora se quiera renunciar a ello.

Quienes comparten esas ideas, mas no el extremismo con que son expuestas por algunos, deben rescatar sus propias posiciones políticas de quienes las usan para agredir verbalmente a los demás. No tenemos que estar de acuerdo, pero debemos poder sentarnos a hablar. Un 43% de los dominicanos los esperan.

Clave Digital 17 de abril de 2007