Sunday, August 20, 2006

Las dos caras de la moneda

La pasada semana sirvió de muestra casi perfecta para que los dominicanos examinemos una de las más importantes debilidades del sistema de prevención de la delincuencia en el país: la Policía Nacional no termina de ponerse al día y es incapaz de cumplir con sus obligaciones.

La semana empezó siendo positiva para la institución. La profesional y rápida actuación para aclarar las dudas sobre la muerte de Milton Peláez admiran a cualquiera.

El análisis del disparo que recibió el humorista es digno de un país desarrollado. Más aún, el jefe de la Policía demostró una encomiable profesionalidad cuando al ser preguntado si los datos obtenidos demostraban la falsedad de la versión del matador y que si, por lo tanto, este es culpable de homicidio, respondió que no es eso algo que puede decir la Policía, sino un proceso judicial donde el fiscal presentará una acusación y los jueces tomarán la decisión final.

Mejor de ahí se daña. Es demostración de que en la Policía empieza a echar raíces la idea de que la institución es parte de un equipo y que su labor tiene límites y debe cumplir con ciertos criterios.

Lo malo llegó después. La noche del jueves, dos agentes policiales asesinaron al pequeño empresario Yodesy Marte a la salida del mismo cuartel policial de Bonao, a donde había ido a querellarse por un robo ocurrido en su negocio.

Aparentemente, los matadores habían sido los autores del robo denunciado. Después de cometer el crimen “escaparon” y al momento de escribir este artículo todavía se encuentran prófugos. Apremiado por la ola de protestas que el hecho provocó, el jefe general Santana Páez tuvo que viajar a Bonao y cambiar la dotación policial completa.

Es imposible que una sociedad alcance los objetivos que se traza si no existe confianza entre los ciudadanos y los órganos públicos encargados de lograrlos. Si entre la Policía y los ciudadanos dominicanos no hay otra cosa que suspicacia, no habrá forma alguna de obtener el clima de seguridad que ansía la mayoría. Aunque Bonao es sólo un ejemplo, causa alarma ver manifestaciones donde los ciudadanos se quejan de no poder distinguir entre policías y delincuentes. También alarma que la dotación policial completa de esa cuidad tuviera que ser sustituida. Es decir, ni el jefe de la Policía confía en los hombres a bajo mando.

Y aunque no se trata de hacer cargar a la Policía con toda la responsabilidad de la criminalidad, no podemos olvidar que ella es un elemento crucial y necesario en la lucha contra aquella.

Lamentablemente, mientras esta institución da señales de una gravísima debilidad estructural, muchos quieren disminuir la delincuencia poniendo un parche: solo hablan de modificar el Código Procesal Penal, como este simple hecho fuera a convertir en ángeles a los policías corruptos.

Persistir en esa idea no es más que un triste intento de eludir llamar las cosas por su nombre. Lo que hace falta es refundar la Policía Nacional, no sólo depurarla de los violadores de la ley y de los aliados de los delincuentes. Eso no basta. La Policía no puede seguir siendo la prima pobre entre los órganos públicos. Tenemos que dejarnos de rodeos e invertir en ella, que no podrá hacer un buen trabajo sin carros patrulla, laboratorios de criminalística y cuarteles bien acondicionados. Sus condiciones de trabajo también deben cambiar. Ya está bueno de que sus miembros sean usados como choferes, guardianes, jardineros y sirvientes de gente con enchufe.

Pero lo más importante es invertir en los policías de carne y hueso. El sueldo que ganan es una invitación a usar el arma de reglamento en actos delictivos. No debe sorprender a nadie que muchos se dediquen al “picoteo” –violento y no violento- para “completar”. Otro aspecto que requiere ser mejorado es el de la capacitación. Si no se los prepara para enfrentar los retos que su profesión, no podemos quejarnos cuando no actúan como deben.

Insisto: hay que tomar medidas que reformen profundamente a la Policía y mejoren las condiciones en ejerce su trabajo. De lo contrario, será imposible para la institución atraer a ciudadanos con verdadera vocación de servicio. Los dominicanos tenemos décadas aplicando paños fríos con la esperanza de que baje la fiebre. Esto no podía funcionar por siempre. Y no lo ha hecho. Sería conveniente menos cháchara buscando culpables en un código y más acciones fortaleciendo y democratizando la Policía.

Clave Digital 11 de julio de 2006

Friday, August 18, 2006

Lo que José Tomás dice de César

Quien haya seguido mi columna sabe que me preocupa sobremanera el bajísimo nivel del debate público en la República Dominicana. Aquí a muy poca gente le interesa debatir ideas. Casi siempre las intervenciones públicas se limitan a presentar las opiniones propias como algo absolutamente irrebatible y a resaltar el hecho “evidente” de que quien no piensa igual es estúpido, baboso, perverso, tonto útil, mercenario e hipócrita.

Así no llegamos a ninguna parte; y es por ello por lo cual hemos pasado décadas hablando sin escucharnos mutuamente y, desde luego, sin alcanzar resultado alguno, porque en el momento en que terminamos de intercambiar insultos, ya no quedan fuerzas ni intención de discutir en forma medianamente civilizada.

Todo esto viene a cuento porque el lunes en la mañana ví una entrevista televisada al saliente senador por el Distrito Nacional José Tomás Pérez. En ella hablaba sobre la propuesta de reforma al Código Procesal Penal según la cual los reincidentes serían objeto de prisión preventiva obligatoria (aunque no es el tema del artículo, si el senador se hubiera asesorado bien sabría que eso es inconstitucional). Hasta ahí todo bien; mal haríamos en reclamar un clima de debate serio para luego pretender que los demás no expresen ideas contrarias a las nuestras.

Lo que me impresionó –negativamente- fue su respuesta a la pregunta sobre cómo ve a quienes defienden el Código. Para él, los defensores del Código son “teóricos” que para todo tienen “respuestas vagas”. Y sorprende la respuesta porque hasta no hace mucho tiempo el senador hacía galas de su preparación intelectual como uno de los atributos esenciales que le hacen digno del voto ciudadano y de poder alcanzar posiciones de responsabilidad política. Ahora, cuando propone una medida que no quiere discutir, utiliza el término “teórico” como si este fuera peyorativo.

Actuando así, el senador se une a la peor tradición del marrulleo en la vida pública dominicana. Parece haber prestado su oído a asesores legales que no sólo lo llevan a impulsar un proyecto jurídico claramente inconstitucional, sino que también lo han introducido a una “cultura” jurídica en la que la dedicación al estudio es vista negativamente. De todos los países del mundo, solo en el nuestro se critica a los abogados que consideran importante conocer el Derecho como sistema de reglas lógicas y no solo como conjunto de trucos para defender al cliente. Esta cultura que aleja los libros del estrado explica, en parte, por qué los abogados son tan mal vistos en el país.

Pero no sólo eso. Aparentemente, para el senador sólo son “teóricos” quienes se oponen a su proyecto de ley. Los demás, los que lo (mal)asesoraron no lo son. Al parecer, hay conocimientos que contaminan y otros que no. Es la impresión que deja Pérez porque no es concebible que haya presentado un proyecto de ley de tal importancia sin antes consultarlo con abogados bien preparados. Sí lo hizo, y por eso choca tanto que considere que sólo estos saben en los que están. Máxime teniendo en cuenta que entre los más ardientes defensores del Código están Guillermo Moreno, César Pina Toribio y Francisco Domínguez Brito, cuya capacidad está más que comprobada.

Así las cosas, es posible concluir que la razón que lo induce a pensar y decir del modo en que se expresó en la entrevista es haber caído en la tentación de denostar en lugar de discutir seriamente. Y lo hace con una de las herramientas que señalamos al principio del artículo: para nadie es secreto que cuando se dice “teórico” realmente se quiere decir “baboso”.

Resulta doblemente curioso que sea un senador por el PLD el que recurra a esta táctica. Durante muchos años este partido apreció la formación teórica de sus militantes como un pilar esencial de su proyecto político. Incluso hoy, este partido se enorgullece de la capacidad intelectual y la formación académica de gran parte de sus funcionarios públicos y líderes políticos.

Pero, como dice el refrán “Lo que José dice de Pedro dice más de José que de Pedro”. Quienes usan argumentos como el aludido no demuestran que al contrario le hace falta aterrizar, sino que el que habla es incapaz de alegar de forma inteligente. Si el senador siente que su proyecto tiene una justificación débil o no ha sido debidamente meditado, entonces debe retirarlo. Lo que no puede hacer es denigrar anticipadamente a aquellos que puedan oponerse al mismo.

Una nación convencida de que puede ganar la apuesta por el futuro no se comporta en esta forma. No podemos seguir actuando como si el país necesitara menos gente preparada en lugar de más. En este contexto de menosprecio, no debe extrañar la fuga de cerebros y la renuencia de muchos dominicanos a participar en la vida pública.

¿Cómo podemos trabajar para solucionar los problemas del país si nuestra dedicación está puesta en desconsiderar a los demás? No llegaremos muy lejos mientras las personas con acceso a las posiciones públicas se presten al juego del insulto como herramienta de “convencimiento”.

Y los primeros que deben poner el ejemplo son los funcionarios públicos. ¿O no, señor senador?

Clave Digital 28 de junio de 2006

Lágrimas de cocodrilo

Durante los últimos años, en los Estados Unidos ha sido tema de análisis público lo que llaman el “missing white woman syndrome” (síndrome de la mujer blanca perdida). Este síndrome no es una patología médica, sino social.

Describe la tendencia de los grandes medios de comunicación estadounidenses a desplegar todos sus recursos para cubrir los casos de desaparición de mujeres jóvenes y blancas. El análisis aludido no critica que hagan esto, sino que ignoren en el problema social de las desapariciones hasta que la víctima tiene unas características determinadas.

Lo mismo sucede en el país con la reacción social frente a la violencia. Cuando hace unos días murió asesinada en Santiago la estudiante universitaria Vanessa Ramírez Faña, la reacción social y mediática no se hizo esperar. Una buena parte de los ciudadanos de Santiago se ha movilizado reclamando justicia y seguridad, y los medios han sido unánimes en la cobertura del caso. Todo esto está bien. Es tiempo ya de que los ciudadanos abandonen la apatía y reclamen activamente la solución de los problemas que los afectan.

Lo que no es de recibo es que “descubramos” los problemas sólo cuando perjudican a familias de clase media o clase media alta. En lo que va de año, sólo como víctimas de los mal llamados “crímenes pasionales”, han muerto en el país treinta y cuatro mujeres. ¿Dónde ha estado nuestra indignación? Nos pasamos años tapando el sol con un dedo y pretendemos luego cubrir esa desidia concentrándonos en un caso específico. ¿De qué sirve esto? Como ocurre siempre, dentro de un mes lo habremos olvidado. Y las víctimas seguirán cubiertas de silencio hasta que muera otra persona cuya posición social la haga merecedora de nuestra atención colectiva.

La muerte de Vanessa es una tragedia irreparable, pero no es única. La violencia ocurre todos los días y no podemos pretender superarla si la atendemos selectivamente. Los problemas y los retos requieren de vigilancia constante y no de momentos de catarsis colectiva seguidos de largos lapsos de apatía. Nuestra urgencia es encararlos, sin víctimas favoritas. Porque no es posible que sigan pasando desapercibidas muertes como la de Rosarys Valdez, de veintitrés años, asesinada a puñaladas hace unos meses en San Cristóbal por negarse a bailar con un hombre. Y este es sólo un ejemplo. Todos los días la violencia se ceba en incontables jóvenes dominicanos sin que nadie haga o diga nada.

Es comprensible que el asesinato de una joven de dieciocho años, hija de prestigiosos médicos y estudiante a su vez de Medicina, conmueva a la sociedad dominicana. No se entiende, sin embargo, que sólo su muerte logre hacerlo. Las víctimas valen todas igual y es moralmente inadmisible establecer escalafones entre ellas. Quienes afirman –como he leído-- que este caso es intolerable porque “esta vez el delito ha alcanzado a una familia de bien”, banalizan el dolor de los padres de Vanessa y el dolor de todos los padres cuyos hijos mueren sin que a nadie le importe. En sentido estricto, se les dice a los padres de Vanessa que de no ser personas destacadas su tragedia se quedaría en el ámbito privado, y que el apoyo que reciben lo tienen por su lugar en la jerarquía social y no porque les han arrebatado a su hija.

Aparte de ser inhumana e insultante, esta clasificación de las víctimas entre “de buena familia” y de familias ordinarias evidencia lo que ya he señalado en otras ocasiones: que mucha gente considera que lo grave no es el crimen en sí mismo, sino que su comisión afecte a sectores sociales determinados. Como si la vida de los menos afortunados careciera de valor; como si el delito sólo fuera tal cuando toca a algunos. Mientras todas las víctimas no tengan para nosotros igual relevancia, continuaremos siendo incapaces de enfrentar la violencia con la consistencia que amerita y siendo responsables indirectos de su irresolución. Hasta que la sociedad de la cara, y en el sentido estrictamente humano, todas las lágrimas derramadas serán lágrimas de cocodrilo.

Clave Digital 13 de junio de 2006

Wednesday, August 09, 2006

¿Por qué volver?

Hace una semana volví al país después de cuatro años residiendo en el extranjero. Sabía que el regreso sería un reto, que tendría que readaptarme a una cotidianidad muy distinta de la que viví fuera. Pero de todos los retos posibles, uno que no me esperaba ha sido el más difícil: explicar por qué decidí retornar.

Aun antes de abandonar Madrid, los dominicanos a los que comentaba mi regreso respondían incrédulos. Empezó a sucederme con aquellos que preguntaban por cuántos días venía a quedarme. Ante mi respuesta de que lo hago definitivamente, muchos creyeron haber escuchado mal y repetían la pregunta. La reacción unánime fue preguntarme, casi con espanto, qué vendría a hacer aquí.

Ya en el país la situación ha sido prácticamente la misma. Mis conocidos se alegran de verme, me abrazan, ríen conmigo… y me preguntan cuándo me voy. Respondo que me quedo y los veo compartir el espanto de mis amigos dominicanos en el exterior. Abren grandes los ojos, la boca se les tuerce en una mueca, me desean suerte y se van andando con el anonadamiento de quien ha recibido una noticia incomprensible.

Al principio me lo tomé un poco a broma. Pero reflexioné y me di cuenta de que la pregunta es válida. ¿Por qué abandona uno la comodidad relativa de un país del primer mundo para venir a encontrarse con las carencias del tercero? (Debo anotar aquí que el día que llegué no había agua en mi casa y me tuve que bañar con jarrito y subir el agua en cambumbos durante dos días). ¿Por qué volver a un país donde apreciamos más a la gente “viva” que a la trabajadora? ¿Por qué volver a un país del cual tantos quieren escapar?

La respuesta no es sencilla porque las razones para hacerlo son muy complejas y, hasta cierto punto, desconocidas para uno mismo. La primera justificación que se me ocurre, es que “este es el único sitio donde no soy extranjero”. La frase, que suena a tópico, adquiere una enorme carga de verdad cuando se ha vivido fuera. Pero no es eso. De ser así no tuviéramos más del 10% de la población en el exterior y un número aún mayor tratando de irse.

Obviando factores como el afecto y el apego a la tierra, creo tener una respuesta satisfactoria. he vuelto porque me siento parte de la comunidad política dominicana. No quiero decir con esto, y como cuestión principal, que me sienta culturalmente dominicano. Aunque sí lo siento, eso es irrelevante. Primero porque –más allá del uso común del español- la dominicanidad cultural es imposible de definir; segundo, porque, si seguimos este criterio, hay cientos de miles de personas que son más “dominicanos” que yo, pero no son parte de esta comunidad política.

Tampoco es patriotismo. No por lo menos aquel de pacotilla enamorado de los símbolos y los mitos, pero que olvida a las personas y los valores de justicia. Lo que siento y pienso va más allá. Este es el conglomerado humano a cuyo destino me siento unido. Y ése es el vínculo más fuerte que puede haber entre una persona y una sociedad. Vuelvo porque siento que sus gracias y desgracias son las mías y ni el tiempo ni la distancia han roto esa atadura.

Como demuestra la existencia de la diáspora, ese vínculo no es indisoluble. Son muchos los dominicanos valiosos (conozco varios) de todos los niveles sociales que se han ido sin planes de volver. No son traidores, ni cobardes, ni débiles. Simplemente, son humanos que han sido superados por los defectos de nuestra sociedad. En otras palabras, su amor por el país no ha sido correspondido.

Pero en la medida en que persiste el vínculo y tiene uno el privilegio de poder llevar una vida medianamente decente, el regreso no es, en el fondo, una elección valiente. Es más, ni siquiera es una elección. Es, sencillamente, lo que uno hace porque tiene que hacerlo, porque este es su sitio en el mundo y el lugar donde debe sembrar sus semillas.

Clave Digital 30 de mayo de 2006