De Metros y megaproyectos
El caso más evidente es el del metro de Santo Domingo, megaproyecto convertido en razón de ser de la administración Fernández. Toda la política pública del gobierno gira en torno al deseo de llevarlo a cabo a como dé lugar, a tal punto que es uno de los aspectos no negociables en el tranque que -hasta el día en que se escriben estas líneas- mantiene el Ejecutivo con el Congreso por el Presupuesto Nacional.
Y no lo digo yo. Lo dice Diandino Peña, flamante director de la Oficina de Reordenamiento del Transporte (OPRET), quien hace pocos días declaró que el metro es de “capital importancia” para el Gobierno y de “elevado carácter de prioridad” para el presidente Fernández. Esto no es de por sí escandaloso, pero sí lo es si tomamos en cuenta el contexto en que se construye el metro y su costo no financiero.
Que hay muchas otras cosas en las cuales utilizar el dinero es una obviedad que sólo niegan los necios. Aunque se puede discutir si la inversión es necesaria y si es buena a largo plazo, lo indiscutible es que otros gastos deberían tener prioridad. No olvidemos que vivimos en un país donde los hospitales públicos parecen zona de guerra, muchas escuelas públicas carecen de pupitres o de techo y donde el servicio de energía eléctrica es extraordinariamente precario.
Mas no quiero centrarme en el aspecto financiero. Lo que me llama la atención es el desgaste que este proyecto está imponiendo a nuestro sistema democrático. Posiblemente sea ésta la factura más grande que pagaremos todos. El mismo día que emitió las declaraciones aludidas, Peña dijo que si la asignación presupuestaria para continuar la obra no es aprobaba, el Presidente recurrirá a su “habilidad y astucia” para asegurarse los recursos. En buen dominicano: el metro va por las buenas o por las malas.
No es la primera vez en nuestra historia que un Presidente decide hacer lo que se le antoja sin consultar a nadie y sin reconocer la facultad constitucional de otros poderes del Estado para impedirle actuar medalaganariamente. Lo preocupante es que no se quiera abandonar esas prácticas. Ninguno de los dos últimos presidentes, Hipólito Mejía y Fernández, han demostrado interés en aceptar los límites que les imponen las reglas del juego democrático.
El metro no es un simple proyecto de infraestructura. También deja ver el verdadero rostro del proyecto político que lo ha parido, cuya visión del poder presidencial es la de una fuerza arrolladora que aplasta todo lo que se oponga a sus deseos. En otras palabras, detrás del discurso de modernidad sólo hay es más de lo mismo, de lo que ha mantenido postrado nuestro proyecto democrático desde el primer día de la República.
Más allá de los méritos técnicos del proyecto, la manera en que se ha impuesto implica un grave atraso para nuestra vida política. En el mejor de los casos, es una muestra de inmovilismo, que viene a ser lo mismo. Expone las carencias de nuestro sistema político que permiten al Presidente obligar al Estado a someterse a su voluntad. Y, además, las de nuestros liderazgos políticos que, incapaces de convencer, acuden a la fuerza de un Poder Ejecutivo constitucionalmente desatado.
El progreso material no puede construirse sobre las ruinas de un proyecto fracasado de progreso institucional. Hacer el metro a la cañona es un grave error. Hacerlo sin tomar en consideración a la sociedad ni a los otros poderes del Estado es, además, un acto de irresponsabilidad política impropia de un Presidente en una sociedad democrática. Es lamentable que ninguno de los que han alcanzado la primera magistratura haya estado dispuesto a asumir el reto de respetar la institucionalidad, verdadero megaproyecto que sí debería realizarse.
Clave Digital 31 de enero de 2006