Saturday, February 11, 2006

De Metros y megaproyectos

Sorprende que a esta altura del juego los dirigentes políticos dominicanos no se hayan percatado de cuáles son las verdaderas prioridades nacionales. Tan pertinaz es la ceguera que no queda ninguna duda de su voluntariedad.

El caso más evidente es el del metro de Santo Domingo, megaproyecto convertido en razón de ser de la administración Fernández. Toda la política pública del gobierno gira en torno al deseo de llevarlo a cabo a como dé lugar, a tal punto que es uno de los aspectos no negociables en el tranque que -hasta el día en que se escriben estas líneas- mantiene el Ejecutivo con el Congreso por el Presupuesto Nacional.

Y no lo digo yo. Lo dice Diandino Peña, flamante director de la Oficina de Reordenamiento del Transporte (OPRET), quien hace pocos días declaró que el metro es de “capital importancia” para el Gobierno y de “elevado carácter de prioridad” para el presidente Fernández. Esto no es de por sí escandaloso, pero sí lo es si tomamos en cuenta el contexto en que se construye el metro y su costo no financiero.

Que hay muchas otras cosas en las cuales utilizar el dinero es una obviedad que sólo niegan los necios. Aunque se puede discutir si la inversión es necesaria y si es buena a largo plazo, lo indiscutible es que otros gastos deberían tener prioridad. No olvidemos que vivimos en un país donde los hospitales públicos parecen zona de guerra, muchas escuelas públicas carecen de pupitres o de techo y donde el servicio de energía eléctrica es extraordinariamente precario.

Mas no quiero centrarme en el aspecto financiero. Lo que me llama la atención es el desgaste que este proyecto está imponiendo a nuestro sistema democrático. Posiblemente sea ésta la factura más grande que pagaremos todos. El mismo día que emitió las declaraciones aludidas, Peña dijo que si la asignación presupuestaria para continuar la obra no es aprobaba, el Presidente recurrirá a su “habilidad y astucia” para asegurarse los recursos. En buen dominicano: el metro va por las buenas o por las malas.

No es la primera vez en nuestra historia que un Presidente decide hacer lo que se le antoja sin consultar a nadie y sin reconocer la facultad constitucional de otros poderes del Estado para impedirle actuar medalaganariamente. Lo preocupante es que no se quiera abandonar esas prácticas. Ninguno de los dos últimos presidentes, Hipólito Mejía y Fernández, han demostrado interés en aceptar los límites que les imponen las reglas del juego democrático.

El metro no es un simple proyecto de infraestructura. También deja ver el verdadero rostro del proyecto político que lo ha parido, cuya visión del poder presidencial es la de una fuerza arrolladora que aplasta todo lo que se oponga a sus deseos. En otras palabras, detrás del discurso de modernidad sólo hay es más de lo mismo, de lo que ha mantenido postrado nuestro proyecto democrático desde el primer día de la República.

Más allá de los méritos técnicos del proyecto, la manera en que se ha impuesto implica un grave atraso para nuestra vida política. En el mejor de los casos, es una muestra de inmovilismo, que viene a ser lo mismo. Expone las carencias de nuestro sistema político que permiten al Presidente obligar al Estado a someterse a su voluntad. Y, además, las de nuestros liderazgos políticos que, incapaces de convencer, acuden a la fuerza de un Poder Ejecutivo constitucionalmente desatado.

El progreso material no puede construirse sobre las ruinas de un proyecto fracasado de progreso institucional. Hacer el metro a la cañona es un grave error. Hacerlo sin tomar en consideración a la sociedad ni a los otros poderes del Estado es, además, un acto de irresponsabilidad política impropia de un Presidente en una sociedad democrática. Es lamentable que ninguno de los que han alcanzado la primera magistratura haya estado dispuesto a asumir el reto de respetar la institucionalidad, verdadero megaproyecto que sí debería realizarse.


Clave Digital 31 de enero de 2006

Otro pasaje de ida

Hay comparaciones que son de mucho cuidado, incluso cuando dos hechos separados por el tiempo y la distancia tienen tantas cosas en común. Por eso no haré la referencia obvia que nos recuerda la muerte la semana pasada de 25 indocumentados haitianos mientras eran trasladados –peor que las reses al matadero- en el interior de un camión de carga.

Desde hace algo más de medio siglo, existe un referente histórico muy claro sobre lo que implica llevar a personas en un espacio ínfimo y en condiciones asfixiantes que se cobran la vida de buena parte de los fardos (es imposible usar el término pasajeros). Evitaré la referencia porque no hemos llegado ese punto, ni lo haremos, pero eso no debe servirnos como excusa para dejar de cuestionarnos las cosas que suceden en nuestro país.

Además, no es necesario acudir a experiencias foráneas si en nuestra propia historia reciente tenemos un caso cuyos paralelos con este son escalofriantes. En 1981, veintidós dominicanos murieron ahogados en el tanque de lastre del “Regina Express”, en el que habían entrado con la esperanza de una vida mejor. No sólo les engañaron sino que se les sacrificó para intentar borrar las huellas del crimen. Estos son, los de aquí y los de allá, los de antes y los de ahora, los verdaderos condenados de la Tierra.

Son víctimas mil veces y en mil sentidos. Arriesgan todo para intentar escapar de una vida miserable que les ha sido impuesta. Son deshumanizados por quien los ve y trata como una simple mercancía que puede ser abandonada a la menor señal de problemas. Si llegan a su destino serán vistos entonces como usurpadores y criminales por la misma gente que se beneficia de su explotación. Pero lo más terrible es que la angustia que producen la desesperación y el desprecio es el lujo de quienes sobreviven.

Por todo esto, los dominicanos del “Regina Express” y los haitianos del “Bengy Rent-A-Car” son hermanos en el sentido más profundo de la palabra. Los une la desesperación de que son presa y el desprecio de que son objeto. Los une la señal de Caín en la que el resto hemos convertido su necesidad con el propósito de deshumanizarlos. Los une la muerte.

Es necesario que los dominicanos tomemos en serio el tema de la migración ilegal. Hay que despojarse de los prejuicios en los que queremos encontrar la solución a un fenómeno que deja al descubierto las vergüenzas de nuestra sociedad. Ni los haitianos son “invasores” (no es invasor quien cruza con la complicidad de los encargados de vigilar la frontera) ni los dominicanos que se van son “cobardes” (no puede ser cobarde quien se aventura al mar en una yola). Por el contrario, son el rostro más amargo de dos sociedades que no hacen nada, o casi nada, por los suyos.

Buscar la solución en la “mano dura” migratoria no es otra cosa que pretender hacer pagar el precio de esta problemática precisamente en sus víctimas más indefensas. Además, ¿de qué sirven las “Operaciones Vaquero” y las redadas en las playas cuando resulta evidente que tenemos la Iglesia en manos de Lutero? Los encargados de estas acciones son también cómplices del tráfico ilegal de humanos en nuestro país. ¿Para qué vamos a deportar a los ilegales si lo único que lograremos es que los dueños del negocio les puedan cobrar otra vez para volver? ¿Para qué encarcelamos a los que tratan de irse en yola si no resolvemos las razones por las que se van?

Es evidente que el país necesita contar con una política migratoria adecuada, que impida que la gran mayoría de los inmigrantes en nuestro país permanezcan en él de manera ilegal. Pero no porque ellos mismos presentan una amenaza, sino porque como están desamparados por la ley no pueden protegerse del abuso. No es posible permitir que amplios sectores de la economía dominicana fundamenten sus beneficios en una mano de obra casi esclava. No les falta razón, tampoco, a aquellos que afirman que eso perjudica directamente a la gran masa de desempleados dominicanos. La legalidad de la inmigración no puede verse como una “lucha” contra quien, al fin y al cabo, está indefenso. Tiene que ser una forma de evitar que se les explote a ellos -e indirectamente- a los dominicanos más pobres.

Pero la represión tampoco es la forma de combatir la emigración ilegal. Nadie se lanza a cruzar el Canal de la Mona en una tabla por el gusto de hacerlo. Lo que tenemos que hacer es eliminar las causas de la desesperación que lleva a cientos de dominicanos a jugarse la vida de esta forma todos los años. Tampoco lo es cubrir esta tragedia constante con el velo del silencio. Esas decenas de dominicanos que no llegan a la otra orilla son los algunos de nuestros más grandes olvidados.

Si queremos en realidad enfrentar un problema que nos cae encima por partida doble, y que va cada día a peor, tenemos que ser sinceros. Hay que hablar sobre sus causas, evitando el dogma, el eslogan barato y los prejuicios ciegos. Urge que hablemos de ello antes que a la cotidiana tragedia tengamos que volver a sumar otras excepcionales.


Clave Digital 17 de enero de 2006