Monday, July 25, 2005

De homosexualidad y represiones

Es tradición de alcance casi mundial celebrar el último fin de semana de junio el Día del Orgullo Gay. La fecha conmemora la batalla campal entre los clientes del bar gay “Stonewall Inn” y la policía de Nueva York cuando esta intentó cerrarlo a la fuerza el 27 de junio de 1969. La fecha es el punto de partida del movimiento a favor de los derechos de los homosexuales. Pero lo que se celebra es otra cosa. Por un día, los gays del mundo reivindican juntos su identidad sexual. Montan un carnaval catártico con el cual proclaman que no les importa que el resto de la sociedad les estruje constantemente la cara con su cultura heterosexual. Por una tarde, la calle les pertenece. Quienes hemos tenido la oportunidad de ver de cerca una de estas marchas en países más o menos tolerantes, comprobamos que la diversidad y el respeto pueden coexistir.
No en todas partes es así. La homosexualidad continúa siendo duramente reprimida en al menos 60 países del mundo, algunos de los cuales la castigan con la muerte. En República Dominicana no llegamos a este punto, pero en esta como en muchas otras cosas, nuestra intolerancia nos impide dejar en paz a aquellos que no encajan en nuestra muy estrecha –pero muy flexible– moral sexual.
Cuando leí que los gays dominicanos habían podido celebrar su día por primera vez desde 2000 me sentí aliviado por ellos y orgulloso de nuestra sociedad. Pensé que avanzábamos. Al caer en la cuenta de que tuvieron que reunirse a guisa de una fiesta privada en un lugar público, empecé a dudar. ¿Por qué tenían que recurrir a un tecnicismo jurídico para ejercer sus derechos en paz?
Seguí leyendo y me di cuenta de que la cosa iba para peor. Al lugar se presentó un grupo de policías, liderado por un coronel y acompañado por el ridículo “gobernador” de la igualmente ridícula isleta de la 27 de Febrero, con la intención de disolver la reunión y recordar su “ilegalidad”.
¿Es que los policías dominicanos no tienen nada mejor que hacer que acosar a gente que no está violando la ley? ¿Qué fueron a hacer allí? ¿A quién o qué defendían? ¿La “moral” y “las buenas costumbres”? A ver. Primero, ni la Policía ni el “gobernador” del espacio contenido entre dos cunetas tienen la facultad de decidir lo que es “moral”. Para fines legales, eso lo deciden las leyes y la Constitución. Y esta última y los tratados internacionales de Derechos Humanos vigentes en nuestro país prohíben la discriminación en razón de la orientación sexual. Segundo, en mi librito, “buenas costumbres” es que uno no se meta en lo que no le importa. Y la decisión de una persona adulta de ser homosexual es asunto suyo y de nadie más.
¿Por qué, en lugar de estar neceando, no fueron a cerrar alguno de los prostíbulos de menores que abundan en Santo Domingo?
Pretender perseguir y acorralar la diferencia es abrir una caja de Pandora porque todos somos diferentes. La familia nuclear perfecta en la que papá trabaja, mamá se queda en casa y tienen 2.3 hijos, medio perro y todos son católicos, apostólicos y romanos no existe. El ser humano no es una pajarita de cartón que se corta por las líneas puntadas y luego se viste con ropas de papel. Somos más complejos que eso. Y los dominicanos también.
Además, venidos a perseguir comportamientos sexuales “antinatura”, deberíamos saber que la homosexualidad es común en toda la naturaleza. El ser humano no escapa a ello. Lo que no se encuentra ni debajo de las piedras árticas es el celibato. ¿Obligaremos entonces a los que optan por este estilo de vida a que se casen? No. Que cada quien haga lo que le parezca.
Y por favor, que no salten con alusiones a Jesús, que Él lo dejó muy claro: “Ama a tu prójimo como a ti mismo”, “Trata a tu hermano como quieres que te traten a ti”, “No hay que ver la paja en el ojo ajeno sin ver la viga en el propio” y “Quien esté libre de pecado que tire la primera piedra”. Quienes sufren crisis histéricas por la homosexualidad ajena violan estos cuatro mandatos, aunque sean Cardenales.
Pero además, este tipo de comportamientos degradan nuestra democracia. Si queremos construir una sociedad democrática es importante que asumamos la tolerancia frente a las opciones distintas a las nuestras. Como dijera Benito Juárez en su manida, y mal comprendida frase: “El respeto al derecho ajeno es la paz”.

Clave Digital 19 de julio de 2005

El robo más terrible

Es difícil escoger el más grave entre tantos despojos a los dominicanos en su historia. Hace menos de tres años fue destapado un escándalo bancario, quizás sólo igualado en sus proporciones por el “préstamo Hartmont”, o las grandes barridas al erario protagonizadas por otro miembro de la ilustre familia. Aún se atrevería uno a pensar en Trujillo, ese vulgar ladrón, que ha evitado que se cuantifiquen sus latrocinios mediante el recurso de robárselo todo.

Pero no estoy seguro de que sean esos hechos los que más daño han causado al país. Después de todo, los dominicanos logramos levantarnos de esas caídas. Muchos de nuestros sueños y esperanzas se han quedado en el camino, pero hemos persistido en nuestro esfuerzo por sobrevivir. De lo que no se recupera tan fácilmente un pueblo es de que le arranquen a mordiscos la experiencia acumulada, los caminos recorridos. Es decir, su historia.

Somos un colectivo sin memoria a largo plazo, vivimos en el eterno presente. Lo de ayer nunca sucedió y lo de mañana no importa. Sufrimos un mal parecido al del protagonista de la película “Memento”, quien, incapaz de crear memorias nuevas, olvida todo lo que hace y lo que hacen quienes están a su alrededor. Esto lo deja a merced de manipulaciones burdas y descaradas de quienes se aprovechan de su mal para hacerle actuar a favor de ellos y en perjuicio propio.

Lo peor es que, como suele suceder, la realidad es más terrible que la ficción. En nuestro caso, los beneficiarios de nuestra amnesia colectiva son a la vez sus responsables. La decisión de presentar la historia dominicana en forma mutilada y de que no se aprenda en los centros educativos, ha sido consciente y calculada. Nos han robado todo lo mejor de nuestra historia, lo que pudiera inspirarnos en la construcción de un proyecto colectivo. No nos han dejado nada que nos pueda servir para construir modelos a seguir.

Resulta curioso, pero una mirada atenta sobre la historia que se enseña en nuestro país advierte que sólo se habla de nuestros villanos. Y de ellos, lo que conviene. Nada o casi nada se dice sobre los movimientos liberales del siglo XIX; de Espaillat, Bonó o Rojas; de Luperón o de los gavilleros que resistieron la invasión de 1916. Tampoco sobre los héroes de Cayo Confites y Luperón o los de Maimón, Constanza y Estero Hondo. Del olvido escapan, a duras penas, las hermanas Mirabal.

Con excepción del momento de la independencia, parecería que nuestro devenir ha tenido como eje a Tomás Bobadilla, Pedro Santana, Buenaventura Báez, Lilís y Trujillo. De ellos se explican sus acciones en forma “objetiva”, presentando un equilibrio inexistente entre los perjuicios causados y los supuestos beneficios al país.

Pero el caso más espectacular es el del período posterior al ajusticiamiento de Trujillo. Con la excusa insípida de que “es necesario que pase el tiempo para poder opinar”, hemos ido perdiendo la conciencia de nuestro pasado.

Así se ha perdido la memoria del costo de la transición democrática de 1961-1962, de la Constitución de 1963, de Juan Bosch y su experimento democrático, del golpe de Estado de 1963, de Manaclas –que incluso hizo a un triunviro renunciara asqueado-. Nos han robado Abril de 1965, a Caamaño, a Fernández Domínguez, la imposición de Balaguer en 1966, la resistencia contra ese gobierno ilegítimo. Ya no tenemos ni a Caracoles, ni a Orlando, ni a Siete Días con el Pueblo, ni a los miles de muertos de los tenebrosos Doce Años. No nos queda nada. Ni de esa época ni de los años posteriores: Abril de 1984, las elecciones de 1986, los fraudes de 1990 y 1994, Narcisazo. Nada.

Balaguer es ahora “Padre de la Democracia”. Intocable. Cuando algún documentalista intrépido intenta iluminar ese “ídolo” con la verdad, saltan los defensores del “honor” de un ser tan nefasto. ¿Por qué tenemos que esperar que pase el tiempo para juzgarlo, si es ahora cuando necesitamos las lecciones que podemos aprender de esa época? ¿Por qué permitir que nos vendan como manso al cimarrón? ¿Por qué nos empeñamos en no llamar al pan, pan y al vino, vino? ¿O asesino al asesino?

Quizás la explicación radique en el dolor de recordar lo perdido en nuestra lucha por la libertad plena y la justicia social. Quizás sea que ya no nos es posible rescatarlo. Mientras tanto, la desmemoria nos impide distinguir lo bueno de lo malo, lo justo de lo injusto. No es que seamos indiferentes, es que cuando no hay historia no hay futuro. Todo es presente, todo es igual.

Hasta que podamos recuperar las heridas olvidadas, los dolores perdidos, seguiremos como las almas del Hades, que bebían de Leto, el río de la desmemoria: no recordaremos nunca quiénes somos y lo que nos ha costado serlo. Ese, y no otro, es el robo más terrible de que hemos sido objeto.

Clave Digital 5 de julio de 2005

La soberanía como profiláctico

Quizás no debería sorprender. Después de todo, la sensatez en estos asuntos no es el fuerte en nuestro país. Pero es inevitable molestarse cada vez que ciertos sectores de nuestra sociedad política y civil sacan la “soberanía nacional” en procesión para espantar los demonios personales.

Lo hacen, pero además con frecuencia y de qué forma. Cubiertos de medallitas y chapitas con reliquias del pasado autoritario que añoran, se pasean por la calle mayor de la opinión publicitada vociferando hosannas de odio y prejuicio. Se detienen en las plazas públicas y proclaman como palabra de Dios su visión distorsionada de la historia y prosiguen su andar repitiendo como mantra las mentiras a las que están acostumbrados.

Ya esto forma parte de nuestra rutina social. Cada cierto tiempo, con la excusa conveniente del momento, se retoma la campaña incesante contra los indocumentados haitianos en República Dominicana. Nótese el matiz, que es importante: no es una campaña contra la inmigración ilegal o a favor de su regulación. Es una campaña contra las personas, contra los inmigrantes mismos. Es en el hecho de que se trata de un ataque contra el ser humano donde se pone de manifiesto la verdadera naturaleza de estas manifestaciones xenófobas.

En la última versión de esta mascarada, gente a la que nunca le importó Hatillo Palma ahora se lamenta de que la presencia haitiana esté “destruyendo” esa comunidad. Luego del asesinato de una comerciante, presuntamente cometido por asaltantes haitianos, han descendido como buitres sobre la tragedia para impulsar su agenda. De nada ha valido que los dirigentes comunitarios y las autoridades hayan dejado claro que el problema es la inseguridad y de falta de empleo, que obliga a dominicanos y haitianos a sobrevivir en condiciones mínimas y a competir furiosamente por cada mendrugo de pan. No, para estos salvapatrias el problema es que nos diluimos en la negritud.

En el peligro mortal de su patria –que no es la mía ni la de muchos más dominicanos- justifican cualquier abuso, cualquier atropello. Es más, los fomentan. Reclaman del Gobierno que expulse sin miramientos a todo el que sea o aparente ser haitiano. Piden al Ejército que nos fumigue, que nos purifique. Llegan a la indignidad, a la asquerosidad, de insinuar que si esto no se lleva a cabo habrá de repetirse la matanza de 1937. Lo justifican antes de que suceda echando mano de cualquier argumento. Incluso, hacen alarde de su ignorancia comparando lo sucedido en Kosovo con la situación dominicana.

Para hacerlo peor, engalanan su ídolo de odio, temor y prejuicio con la tela ajena de la soberanía nacional. Porque la soberanía nacional es de todos, no sólo de ellos. A muchos dominicanos nos da grima ver cómo se la usa para excusar cualquier barbaridad.

Pero es que además ni siquiera saben de lo que hablan, porque la soberanía tiene su manifestación jurídica en la Constitución y las leyes. Por lo tanto, ni el Ejecutivo, ni Migración, ni el Ejército pueden ignorarlas para hacer lo que les de la gana. El respeto a la soberanía por parte del Estado dominicano es, ni más ni menos, la obediencia a las normas. No se puede violentar la soberanía en nombre de la soberanía.

Tampoco es aceptable que esos mismos que se dan golpes de pecho por la “amenaza haitiana” y que claman por la “defensa” de la soberanía nacional, hagan todo lo contrario cuando se trata de extranjeros no haitianos. Por Dios, seamos serios. ¿Cómo puede invocar la soberanía a favor de la deportación masiva e ilegal de inmigrantes haitianos gente que se abstuvo de criticar la participación dominicana en Irak porque “somos el patio trasero de los Estados Unidos”? Es decir, que en el fondo no se trata de un asunto de “defender la soberanía”, sino del ejercicio puro y duro del poder. Nos estamos comportando como el niño que se deja golpear por el abusador del barrio, pero que se desquita dándole coscorrones a su hermano menor.

Aunque, viéndolo bien, quizás sí estén actuando con coherencia. Recuerdan a esos “libertadores” que buscaron la separación de Haití en 1844, pero no para consolidar la independencia, sino para correr como locos detrás de St. Denys o cualquier otro diplomático que les garantizara la anexión de República Dominicana a una potencia extranjera. Es decir, no nos encontramos ante discípulos de Juan Pablo Duarte, sino de los de Pedro Santana, Tomás Bobadilla y Buenaventura Báez. Que les aproveche, pero que no cuenten con los domincanos que no creemos que la soberanía se lleva como profiláctico.

Clave Digital 21 de junio de 2005

Hipócritas

Es un tópico que la hipocresía es el homenaje que el vicio rinde a la virtud. El problema es que, a veces, la simulación constante nos lleva a perder toda idea de qué es lo que queremos simular y qué lo que queremos ocultar. Olvidamos que hasta para la simulación y la hipocresía debemos ser coherentes y tener las cosas claras.

En nuestro país, de tanto jugar con las apariencias hemos terminado perdiéndonos entre los humos y los espejos. La ilusión conjurada ha tomado vida propia. Contrario a Pigmalión en su estatua, no hemos plasmado en nuestra obra lo mejor de nosotros, ni la hemos creado a nuestra imagen y semejanza. Lo más acertado es decir que responde a la imagen que nos gustaría tener de nosotros mismos.

Pero como esto es insuficiente para ahogar completamente nuestra conciencia, nos conformamos con acallarla con manifestaciones periódicas de indignación. De vez en cuando, para cumplir, nos rasgamos las vestiduras –con cuidado y por las costuritas, eso sí- en protesta por las acciones del culpable favorito de turno. Satisfechos con nuestra demostración, nos olvidamos de que las cosas no son tan simples. Que los problemas reales se resuelven atacando sus bases en todas partes y no sólo donde nos conviene.

Las consecuencias de este comportamiento esquizofrénico se hacen patentes a cada momento. Hace unos días trascendió un caso capaz de despertar el más adormecido sentido de vergüenza ajena. Se trata de la expulsión de los hijos de Quirino Paulino –imputado en unos de los casos de narcotráfico más importantes de nuestra historia- por parte del colegio Saint George.

Lo que más irrita es lo grotesco de una situación en la que literalmente se están cogiendo piedras contra los más chiquitos. La hipocresía se hace evidente en las selectivas motivaciones de los directivos del colegio. El problema no es que el padre de los niños expulsados pueda ser culpable de un delito gravísimo. Si así fuera, muchos alumnos en colegios de este tipo hubieran sufrido la misma medida. ¿Cuándo se ha expulsado de un colegio dominicano al hijo de un banquero estafador? ¿O de un político corrupto?

¿Qué motiva la expulsión entonces? ¿La preocupación de los demás alumnos? No es probable porque uno de los primeros actos de solidaridad con los niños los llevó a cabo la Promoción Sublime 05, compuesta por los graduandos de este año. ¿La violencia potencial de los niños? Este argumento es tan ridículo que llega a ser patético si recordamos que tienen entre tres y nueve años de edad.

Pero esta situación no se ha incubado en el Saint George ni en su dirección. Tiene su origen en diciembre del año pasado, cuando Quirino Paulino se convirtió en el enemigo público número uno de la opinión publicitada en República Dominicana. Los últimos días de diciembre fueron el marco para una literal caza de brujas que tocó a todo aquel que se vio directa o indirectamente involucrado con él.

Por ejemplo, no puede separarse la barbaridad del Saint George de la lapidación pública de que fueron víctimas sus abogados.. En el mejor de los casos, era ingenuo creer que el espíritu persecutor que condenaba defenderle en los tribunales se iba a detener ahí. Sus familiares eran el próximo paso lógico y sus hijos el blanco más fácil.

Nuestro esfuerzo colectivo por lavarnos la conciencia convirtiendo en apestados a todos los que se le acercaban, ha hecho víctimas de sus hijos. Y, además, por partida doble, porque queda en el aire la pregunta de por qué ellos son indeseables mientras que nuestros colegios, universidades y revistas sociales están llenos de los hijos de acusados de crímenes tan graves –o más- que el de su padre, sin que nadie los ataque como a ellos. Para añadir insulto al daño, se les pide que renuncien al nombre paterno como condición para obtener una carta de recomendación que debería estar basada en un buen comportamiento que nadie ha puesto en duda.

Pongamos el ojo en la bola. Si no distinguimos bien entre la indignación simulada y la real, por lo menos intentemos ser coherentes, atendamos las causas de nuestros males y no perdamos tiempo buscando culpables favoritos o chivos expiatorios. Claro está, podemos seguir por el mismo camino y asumir –como es frecuente en muchos- que estas cosas sólo las dice uno por apoyar un narco. Y que siga el espectáculo.

Clave Digital 8 de junio de 2005

¿Adonde queremos llegar?

Entre los dominicanos es lugar común quejarse de la decadencia moral y la pérdida de valores que percibimos en nuestra sociedad. Como pienso que es falso que todo tiempo pasado haya sido mejor, me resisto a aceptar este tipo de análisis. Lo que está corroyendo las bases de nuestra sociedad no es la supuesta involución de nuestro sistema de valores morales, sino nuestra incapacidad para desarrollar y aplicar un sentido mínimo de la justicia.

Hemos perdido, si alguna vez la tuvimos, la facultad de hacer nuestro el dolor ajeno. Nos resulta indiferente que mueran abrasados decenas de presos en nuestras cárceles; que la Policía recoja a los habitantes de los barrios marginados para meterlos en jaulas ambulantes y “depurarlos”; que el Estado dominicano expulse de manera masiva y en violación de sus derechos a todos los que son o parecen haitianos.

En vez de escandalizarnos, apartamos la mirada y lo justificamos: los presos son criminales y está bien que se quemen, para que sepan lo que es bueno; los “tígueres” de los barrios son todos iguales, y hay que enseñarles a comportarse; es necesario proteger al país de la “invasión pacífica”.

No importa que los presos sigan siendo personas ni que sea responsabilidad del Estado que vivan en condiciones de dignidad mínima. Tampoco importa que ser pobre no sea un crimen ni que esas redadas no resuelvan nada, aunque sí empeoran la escasa calidad de vida de las comunidades víctimas de ellas. Mucho menos aún importan los haitianos porque, para muchos, ni siquiera son gente.

Es espantoso. No nos damos cuenta de que lo menos que una sociedad puede pedirse a sí misma es el compromiso de ser justa. De que cada ser humano sea reconocido como tal. Pero para lograr esto debemos ser capaces de vernos reflejados en el otro; de hacer que su desgracia, sus trabajos y sus retos sean nuestros. No es posible construir una sociedad sobre la falta de solidaridad, o de ignorar que la otredad no existe, porque el otro es uno mismo.

Es ahí donde tenemos que buscar el sentido de la sociedad dominicana. La falta de dirección, de una brújula ética en el camino que recorremos juntos, es el verdadero mal que nos aqueja. Es lo que permite que la riqueza más grosera conviva con la pobreza más desesperante. Que la injusticia sea la norma y que la única medida de justicia sea la influencia social, política o económica con la que podemos contar.

¿A dónde queremos llegar por el camino que vamos? ¿Cuál es el precio que estamos dispuestos a pagar por seguir viviendo en una sociedad disociada? ¿Hasta cuándo vamos a persistir en vivir “juntos pero no reburujaos”, sin sentir ningún tipo de obligación con quien tenemos a nuestro lado?

El sentido de justicia con nuestro semejante no es sólo una norma moral fundamental para la vida en sociedad. Es también necesario para forjar la conciencia de la dignidad propia. Porque, en el fondo, sabemos que todos somos iguales, y cuando negamos la dignidad ajena negamos la propia. Y donde ni uno ni otro puede contar con su dignidad humana, las relaciones entre semejantes se degradan a un simple y burdo ejercicio de poder.

Sin sentido ni dirección se llega a ningún lado. Y es allí, precisamente, a donde nos conduce este camino. El primer paso hacia un mejor país se da reconociendo que el otro es una extensión de uno mismo. Hasta que lo reconozcamos seguiremos caminando sin saber a donde vamos.

Clave Digital 5 de mayo de 2005

1, 2, 3, probando... Estamos en el aire.

Siempre empiezo a describir las cosas diciendo lo que no son. No pienso hacerlo diferente esta vez. Esto no es un blog en el que se vaya a "postear" regularmente. Lo armé porque el primero en el tiempo es el primero en el Derecho y no quiero que me quiten la dirección "antichevere.blogspot.com". Mientras tanto, pondré mis artículos y alguna que otra idea ocasional.