¿Así queremos progresar?
Hasta en las discusiones sobre la Seguridad Social se ha advertido que el sistema, antes que nada, debe garantizar que no afectará la “competitividad”. No importa que su función fundamental no sea esa, sino garantizar que los más pobres puedan tener una vida medianamente digna. Pero no, todo se sacrifica en el altar de la “competitividad”.
Según la corriente de pensamiento dominante, lo importante es producir más y mejor. Y esto aunque se mantenga o acreciente la diferencia entre los más ricos y los más pobres. Es decir, el crecimiento por el crecimiento mismo; pero, además, el crecimiento como premio para los que más tienen.
Es curioso (o revelador, según se mire) que sea ésta la visión del problema del crecimiento y de las reglas de juego a aplicarse en el país. Porque a ojos vistas los débiles intentos por establecer servicios sociales o por defender los derechos de los trabajadores no son el principal obstáculo a una economía competitiva.
Un estudio presentado recientemente en el World Economic Forum por el economista Augusto López-Claros analiza la competitividad de los distintos países latinoamericanos. El nuestro -este paraíso de la modernización- está en el puesto número 91 de 117 a nivel mundial y 15 de 21 en Latinoamérica. Hay muchas razones para esto, como por ejemplo la falta de un sistema educativo decente. Sin embargo, el que destaca muy por encima de todos es el de la corrupción y el favoritismo.
En una demostración de nuestra pasión olímpica por lo mal hecho, la fortaleza de nuestras instituciones quedó en el lugar 111 de 117. Esto es de por sí grave porque un país donde el grado de confianza en las instituciones públicas es tan bajo, no es competitivo ni económica ni democráticamente. Pero donde nos llevamos el palmarés es en lo relativo al favoritismo por parte de los funcionarios gubernamentales. Ahí estamos en un insuperable lugar 117 de 117. Es decir, no se encontró un país en el que el fenómeno fuera peor que en el nuestro. En algo parece que sí somos competitivos.
Resulta evidente donde está el principal obstáculo a nuestro desarrollo económico. Y no es precisamente en las reivindicaciones sociales. De hecho, un 16% de los consultados considera que la corrupción es el mayor problema. También se preguntó si el principal obstáculo a la competitividad son en realidad las restricciones al mercado laboral. Respondió afirmativamente un poco impresionante 1% de los entrevistados. ¿Y entonces?
Pero antes de que salgamos todos con antorchas a hacer hogueras con los políticos y los funcionarios públicos, detengámonos a pensar un momento. ¿Quiénes son los favorecidos por esta corrupción? ¿Es que no hay un “esto por aquello”? De la corrupción pública se benefician, y mucho, personas del sector privado que mientras en público hacen muecas de asco, en privado se frotan las manos pensando en el botín.
También debemos echarle una ojeada a los indicadores relativos a la actividad empresarial dominicana: en comportamiento ético de las compañías quedamos en el lugar 110 de 117; en eficacia de las juntas directivas, en el 111 y en cuanto a la protección de los intereses de los accionistas minoritarios en un “mejorado” 105. Habría que preguntarse si, en vista la falta de ética, eficacia y preocupación por los intereses de sus mismos socios, los empresarios dominicanos no se refugiarán en la corrupción para sobrevivir. El tiempo ha demostrado que muchas historias de éxito empresarial han sido en realidad historias de corrupción.
Las debilidades de nuestro país son institucionales, pero no tienen nada que ver con los servicios sociales ni es un problema exclusivo del sector público. La raíz de la corrupción está en una cultura que aplaude el boato, fomenta la aplicación de la ley del mínimo esfuerzo y pretende echarle la culpa de todo a los más desfavorecidos. Sería bueno que algunos sectores hicieran un poco de autocrítica antes de querer profundizar las desigualdades sociales con la excusa de que hay que aumentar la competitividad.
Clave Digital 25 de abril de 2006