Thursday, May 11, 2006

¿Así queremos progresar?

Desde hace años, nuestro país es un hervidero de “modernización” y “adaptación a los nuevos tiempos”. Tratados de Libre Comercio, adecuación de las leyes a las normas de comercio internacional y similares…, todo en aras de la ansiada “competitividad”, palabra convertida en catalizador mágico que todo lo transforma.

Hasta en las discusiones sobre la Seguridad Social se ha advertido que el sistema, antes que nada, debe garantizar que no afectará la “competitividad”. No importa que su función fundamental no sea esa, sino garantizar que los más pobres puedan tener una vida medianamente digna. Pero no, todo se sacrifica en el altar de la “competitividad”.

Según la corriente de pensamiento dominante, lo importante es producir más y mejor. Y esto aunque se mantenga o acreciente la diferencia entre los más ricos y los más pobres. Es decir, el crecimiento por el crecimiento mismo; pero, además, el crecimiento como premio para los que más tienen.

Es curioso (o revelador, según se mire) que sea ésta la visión del problema del crecimiento y de las reglas de juego a aplicarse en el país. Porque a ojos vistas los débiles intentos por establecer servicios sociales o por defender los derechos de los trabajadores no son el principal obstáculo a una economía competitiva.

Un estudio presentado recientemente en el World Economic Forum por el economista Augusto López-Claros analiza la competitividad de los distintos países latinoamericanos. El nuestro -este paraíso de la modernización- está en el puesto número 91 de 117 a nivel mundial y 15 de 21 en Latinoamérica. Hay muchas razones para esto, como por ejemplo la falta de un sistema educativo decente. Sin embargo, el que destaca muy por encima de todos es el de la corrupción y el favoritismo.

En una demostración de nuestra pasión olímpica por lo mal hecho, la fortaleza de nuestras instituciones quedó en el lugar 111 de 117. Esto es de por sí grave porque un país donde el grado de confianza en las instituciones públicas es tan bajo, no es competitivo ni económica ni democráticamente. Pero donde nos llevamos el palmarés es en lo relativo al favoritismo por parte de los funcionarios gubernamentales. Ahí estamos en un insuperable lugar 117 de 117. Es decir, no se encontró un país en el que el fenómeno fuera peor que en el nuestro. En algo parece que sí somos competitivos.

Resulta evidente donde está el principal obstáculo a nuestro desarrollo económico. Y no es precisamente en las reivindicaciones sociales. De hecho, un 16% de los consultados considera que la corrupción es el mayor problema. También se preguntó si el principal obstáculo a la competitividad son en realidad las restricciones al mercado laboral. Respondió afirmativamente un poco impresionante 1% de los entrevistados. ¿Y entonces?

Pero antes de que salgamos todos con antorchas a hacer hogueras con los políticos y los funcionarios públicos, detengámonos a pensar un momento. ¿Quiénes son los favorecidos por esta corrupción? ¿Es que no hay un “esto por aquello”? De la corrupción pública se benefician, y mucho, personas del sector privado que mientras en público hacen muecas de asco, en privado se frotan las manos pensando en el botín.

También debemos echarle una ojeada a los indicadores relativos a la actividad empresarial dominicana: en comportamiento ético de las compañías quedamos en el lugar 110 de 117; en eficacia de las juntas directivas, en el 111 y en cuanto a la protección de los intereses de los accionistas minoritarios en un “mejorado” 105. Habría que preguntarse si, en vista la falta de ética, eficacia y preocupación por los intereses de sus mismos socios, los empresarios dominicanos no se refugiarán en la corrupción para sobrevivir. El tiempo ha demostrado que muchas historias de éxito empresarial han sido en realidad historias de corrupción.

Las debilidades de nuestro país son institucionales, pero no tienen nada que ver con los servicios sociales ni es un problema exclusivo del sector público. La raíz de la corrupción está en una cultura que aplaude el boato, fomenta la aplicación de la ley del mínimo esfuerzo y pretende echarle la culpa de todo a los más desfavorecidos. Sería bueno que algunos sectores hicieran un poco de autocrítica antes de querer profundizar las desigualdades sociales con la excusa de que hay que aumentar la competitividad.

Clave Digital 25 de abril de 2006

¿No que era culpa del Código?

Los últimos meses han visto recrudecerse la campaña constante de algunos sectores contra el Código Procesal Penal (CPP). Muchos afirman, incluso desde antes de su aprobación, que no es bueno, que defiende a los criminales, que no se adapta a nuestra cultura jurídica y mil argumentos parecidos.

En su afán por denostar el CPP, no se han detenido ni siquiera ante la reputación de sus promotores. Da vergüenza ajena leer artículos de abogados tildando de “improvisados” y “faltos de experiencia” a sus redactores. Olvidan que el motor principal de la reforma fue una Comisión Especial designada por el presidente Fernández en su anterior administración. Y que en ella estaban profesionales como Guillermo Moreno, ex Procurador Fiscal del Distrito Nacional, entre otros. Si estos son los improvisados, no quiero ver a los preparados.

Pero como el objetivo es claro, deshacer la reforma, nada puede interponerse en el camino. Ni siquiera los hechos. Como las estadísticas demuestran que con el nuevo CPP la justicia penal se ha agilizado, se aferran a un argumento falaz: la reforma es culpable del aumento de la delincuencia.

El propio jefe de la Policía, general Bernardo Santana Páez, afirmó públicamente que el CPP impide la utilización de ciertas “técnicas investigativas”. Todos sabemos qué quiere decir esto: que preocupa el CPP no le permite a la Policía Nacional “enfrentar” a los delincuentes utilizando todos los medios -legales o ilegales- a su alcance.

Pero, ¿es el CPP el verdadero responsable de la ineficacia de las fuerzas de seguridad pública? Antes de llegar a una conclusión, veamos lo que dicen ellas mismas de su situación. Son constantes las denuncias sobre la participación de policías en actos delictivos, por lo que sólo daremos algunos ejemplos recientes. Hace pocas semanas, tres policías asaltaron un comercio en el Ensanche Kennedy y se llevaron la friolera de dos millones de pesos.

Y no sólo eso, sino que usaron armas propiedad de la Policía para cometer el asalto. La prensa nacional publicó hace poco un dato alarmante: la delincuencia entre policías es tan frecuente que la institución expulsa un agente cada dos días; es decir, casi doscientos policías al año. Y esos son sólo los que consigue castigar. Pero no se queda ahí el problema. La Dirección Nacional de Control de Drogas (DNCD) expulsó recientemente a 224 agentes por vínculos.... con el narco. Y, según la investigación de un diario matutino, en 20 meses han sido expulsados por las mismas razones casi 500 agentes.

Por lo visto, tenemos a los lobos cuidando del rebaño. Los policías, en lugar de impedir los actos de delincuencia son los primeros en cometerlos. Es evidente que en estas condiciones no serán eficientes en ayudar a lograr la paz pública. La Policía está postrada, hundida por el peso de su propia falta de institucionalidad. No es capaz de enfrentar sus responsabilidades. Y, por ende, aumenta la delincuencia. ¿Es eso culpa del CPP? No, al contrario. Al imponer criterios de trabajo democrático, el CPP le brinda a la Policía metas para alcanzar en su impostergable proceso de modernización.

Lamentablemente, los críticos del CPP ignoran estas realidades y proponen recetas aterradoras. ¿A quién se le ocurre devolverle a un cuerpo tan permeado por la corrupción la capacidad de torturar impunemente a las personas? ¿De verdad creemos que, de repente, los policías corruptos -que son muchísimos- van a empezar a comportarse “decentemente”?

La razón que hace tan difícil a la Policía garantizar la seguridad ciudadana es que, en realidad, la institución no existe. Sí, eso mismo: en la República Dominicana no hay Policía, sino un cuerpo uniformado y armado cuya función primordial es ser choferes de funcionarios y cuidar las casas de personas con buenos contactos. Los policías no cuentan con los equipos necesarios, ni con el apoyo logístico, ni la formación para hacer su trabajo, ni con un sueldo digno ni con nada. No sé a quién se le ha ocurrido que es buena fórmula ponerles sueldos de hambre y luego entregarles un arma. Los resultados son algo más que previsibles.

Para enfrentar la delincuencia hay que buscar soluciones reales. Y la más elemental de ellas es hacer de la Policía Nacional una institución sólida, que no sólo pueda cumplir su labor eficientemente, sino que brinde a sus miembros la posibilidad de hacer carrera y de tener una vida digna. Hay que invertir en la Policía si queremos tener una. Y brindarle todo el apoyo institucional que haga falta para que pase de servicio de edecanes a verdadero cuerpo democrático de seguridad ciudadana.

Mientras tanto, sería bueno que aquellos que quieren ver en el CPP todos los males que nos aquejan le den una mirada a la terrible situación en la que está la Policía Nacional. Ya no podemos seguir dejando su modernización al tiempo. Buscar falsos culpables es más fácil, pero inútil. Lo que necesitamos es avanzar, no acomodarnos en el retroceso a los fracasos conocidos. Culpar de la violencia al CPP en el marco de una sociedad carente de una Policía medianamente eficaz es, en el mejor de los casos, un error. En el peor, una ceguera voluntaria. Y esto es algo que no necesitamos.

Clave Digital 9 de mayo de 2006