Sunday, September 24, 2006

Los errores del Secretario

Si a los dominicanos nos faltaban pruebas de las consecuencias funestas que tiene nuestra incapacidad de asombro, deberían bastarnos las declaraciones del secretario de Salud Pública y Asistencia Social sobre el manejo que hizo su cartera de la epidemia de dengue que ya se ha cobrado alrededor de 30 víctimas contadas.

En entrevista publicada en Clave Digital el pasado 9 de septiembre, Bautista Rojas Gómez consideró un “error” haber ocultado a la población los detalles de la incipiente epidemia.

Dijo el secretario: “Hubo el temor de que la realidad sobre el dengue se supiera públicamente, es decir, la verdad se estaba ocultando, aunque en la página de la Secretaría el informe de Tolerancia Cero está desde octubre”. Es decir, que a pesar de Salud Pública conocer perfectamente lo que sucedía las “preocupaciones” le impidieron al funcionario hacer su trabajo. Lo que es peor, ocultó conscientemente la verdad, perdiendo una oportunidad de oro para contrarrestar a tiempo el avance de la epidemia.

¿Qué preocupaciones le llevaron a actuar de esta forma? Evidentemente que no fue la de hacer bien su trabajo, porque en ese caso habría dado la necesaria alerta pública. Todo indica que no se quiso dar la alerta por temor a las consecuencias políticas que tendría reconocer que el problema del dengue no se había atendido de manera eficaz. Es decir, el secretario puso el cálculo político por encima de su deber como encargado del sistema de Salud Pública.

Yo me pregunto, ¿cuántos muertos ha costado esta dilación? ¿Cuántos infectados estarían sanos hoy? La confesión del secretario es por sí sola espeluznante. Pero lo que indigna y da rabia es la irresponsabilidad de la confesión y que no haya consecuencias. En un país que se respetara a sí mismo o entre gente seria, este ejemplo de incompetencia rayana en lo criminal implicaría la renuncia inmediata o la destitución fulminante. Pero aquí no va a pasar nada, como nunca pasa nada.

La “modernidad” en la que nos están sumiendo se parece cada vez más a las tiranías orientales, donde la única medida del bien y del mal es el agrado o desagrado del gobernante. Asombra que el secretario de Salud mantenga su puesto a pesar de haber incurrido en un acto de tanta gravedad. ¿Dónde está la responsabilidad política que se exige en una democracia? ¿Dónde está la responsabilidad personal de este médico que puso otros intereses por encima de la vida de decenas de dominicanos? Y, a falta de estas cosas, ¿dónde está la decencia personal que lleve a su renuncia o destitución?

No es aceptable que esto suceda. Es muy grave que la población se entere de una epidemia mortal como el dengue sólo por la denuncia de médicos en un hospital donde están muriendo niños. Niños, lo subrayo. Y todo esto mientras Bautista Rojas oculta información que pudo salvar vidas. Todavía el 9 de este mes, cuando las víctimas se contaban por decenas, el señor secretario hablaba de la posibilidad de que el “brote” se convirtiera en epidemia. Mientras, en el Hospital Infantil Robert Reid Cabral se hablaba de una tasa de 2.3 muertos por día.

¿Qué provoca que estas cosas pasen por normales? ¿Cómo las aceptamos de manera tan pasiva? ¿Es que nuestros gobernantes sienten que, en verdad, tienen el derecho de hacer y deshacer a su antojo? La permanencia del secretario de Salud en su cargo parece indicar que si. Ya los dominicanos no podemos pedirle nada al gobierno, ni siquiera cuando obstaculizan el trabajo natural del Estado, y esto tiene consecuencias fatales.

Para que un gobierno sea democrático no basta con que los gobernantes sean legitimados en elecciones periódicas. También es necesario que respondan ante los ciudadanos, que sean responsables por sus acciones. El principal fracaso de nuestro sistema político ha sido precisamente su incapacidad de lograr esto. Ni antes ni ahora los gobiernos han respondido a sus propios errores, a sus fallas ni a la insatisfacción ciudadana con la gestión. Es de esperar que este caso, que se debate entre lo patético y lo espantoso, sirva de catalizador para que los dominicanos empecemos a exigirles a los funcionarios públicos un mínimo de profesionalidad y respeto por la ciudadanía.

Clave Digital 12 de septiembre de 2006

No hay mal que dure cien años

La semana pasada se celebró el centenario de Joaquín Balaguer, probable ganador de una elección presidencial y siete veces Presidente de la República. Sorprendentemente, el centenario pasó sin mayores penas ni glorias, aparte del vergonzozo forcejeo público por su cadáver político.

Es una pena que la fecha pasara desapercibida, porque era apropiada para que los dominicanos empezáramos a discutir el legado de uno de los políticos más importantes del siglo XX. Pero a discutirlo de verdad, sin falsas pretensiones de objetividad. A los dominicanos nos hace falta reconocer que fuimos gobernados (y muchos masacrados) por un hombre falto de cualquier tipo de talento, salvo el del oportunismo y la intriga.

Los dominicanos debemos romper con el chantaje vacuo de que “Balaguer debe ser juzgado por la Historia”, como si Clío anduviera por allí reflexionando sobre la vida de las personas.

A Balaguer tenemos que juzgarlo los dominicanos ahora, ya. Y tarde lo haríamos porque debió haber sido juzgado en vida. Nos encontramos ante un hombre profundamente resentido (sólo hay que leer su Tebaida Lírica para confirmarlo) que colaboró y aupó uno de los regímenes más sangrientos de la historia republicana. Merecidamente expulsado del poder, volvió a Palacio aferrado a los cordones de botas invasoras e inauguró un régimen de falsa democracia y de una crueldad inenarrable. Ni siquiera en sus últimos diez años en el poder puede hablarse de una evolución democrática importante. No olvidemos de esa época los fraudes electorales y la comisión del último asesinato político en el país.

No debe escapar al juicio de sus conciudadanos un hombre que sólo persiguió el poder por el poder mismo, que se vanaglorió públicamente de crear una cultura de corrupción, que fue cómplice por acción, omisión y encubrimiento de miles de asesinatos. No podemos dejar de condenar a alguien que admitió saber la identidad de los asesinos de Orlando Martínez y luego se dio el lujo de callarla.

Balaguer propició que se diezmara a toda una generación. Tal y como tuvo el descaro de anunciar en su discurso de toma de posesión en 1966, eliminó físicamente a todo aquel que se le opuso.

Esa es la medida de este hombre, incapaz de ganar torneos electorales por las buenas, se escudó siempre en el tiro en la nuca para facilitarse la permanencia en el poder. La “Banda Colorá” y los “Incontrolables” fueron dos de sus más públicas herramientas de ejercicio del poder.

Jamás respetó la voluntad democrática del pueblo. No hubo una sola elección de la que saliera “vencedor” que no fuera traumática y puesta en duda. Ni en 1966 (Bernardo Vega ha demostrado que uno de los objetivos de la invasión era instalar a Balaguer en el poder), ni en la Dictadura de los Doce Años cuando todo aquel que osó oponérsele lo pago caro en sangre.

Sólo cedió el poder (eso si, no sin antes robarle al pueblo el control del Senado) cuando se hizo evidente que para desconocer los resultados de las elecciones de 1978 tendría que llevar a cabo una masacre sin precedentes.

Pero tampoco respetó esa voluntad a partir de 1986 (cuando se produjo un verdadero golpe a la JCE por parte de una inconstitucional “Comisión de notables” para reinstalar a Balaguer en el poder luego de unas elecciones cerradísimas). Las elecciones de 1990 y 1994 son elocuentes al respecto.

No fue enigmático ni contradictorio, parecía más un reloj parado que una esfinge. Su único legado es la consagración del oportunismo, del tumbapolvismo como oficio respetable, del cinismo y la hipocresía, del irrespeto absoluto a los dominicanos. Su permanencia en el poder no tiene mayor mérito que la fuerza con la que su congénere Caín se convirtió en el primer asesino de la historia.

Palidece su legado frente al de dos gigantes de la política democrática como lo fueron Juan Bosch y José Francisco Peña Gómez. Ambos, a pesar de sus grandes y gravísimos errores, supieron sembrar la semilla de la conciencia democrática y la lucha por la libertad de los dominicanos, respectivamente.

Mientras que las fallas de Bosch y Peña Gómez no hacen más que poner en perspectiva su gallardía en la defensa de la democracia, Balaguer se ve definido por las suyas, sin tener cualidades redentoras.

Balaguer era ante todo –como dice Ian Kershaw de otro líder político de triste recordación- un sadomasoquista. Siempre tuvo una relación sádica con los dominicanos, a los que torturó como colectividad y como individuos. Pero a la vez tenía una relación masoquista con su concepción del destino, al que, a falta de una visión propia del mundo, se sentía sometido. Era un hombre pequeño, en el sentido amplio de la palabra, que sólo pudo ocupar un lugar importante en nuestra historia subiéndose sobre los hombros de los gorilas.

No puedo, ni podemos, renunciar a enjuiciarlo. No debemos aceptar el chantaje de aquellos que llaman resentidos a los que señalan el evidente saldo de sangre que hemos pagado para satisfacer las insondables ansias de poder de un hombre convencido de su propia insignificancia. Toda persona tiene el deber moral y cívico de denunciar el mal donde lo ve, y si los dominicanos renunciamos a ello, nos haremos merecedores de la condena como cómplices de hombres como este.

No hay el menor asomo de ironía cuando se dice que Balaguer se fue a destiempo. Debió desaparecer de la historia en el momento mismo en que salió huyendo del país como consecuencia de su colaboracionismo con los Trujillo. No es seguro que nuestra historia fuera distinta a la que conocemos hoy, pero al menos nos hubiéramos librado de la sacraliziación de la falta de principios que prohijó y del amor del poder por el poder.

No hay mal que dure cien años, y Balaguer no los alcanzó. Pero los dominicanos tenemos que reflexionar sobre su papel en nuestra historia. No sea que repitamos por siempre como comedia la tragedia que nos legara.

Clave Digital 5 de septiembre de 2006

El país es una feria

Cuando nos referimos al modo autoritario y arbitrario en que nuestros gobernantes ejercen el poder, los dominicanos tendemos a decir que “manejan el país como su finca”. Tengo la impresión de que esto ha cambiado. De ahora en adelante diremos que “el país es una feria”. La Feria “Visión y Progreso” del Presidente –celebrada en una de las ferias de Trujillo- se ha convertido en el nuevo referente de la fascinación casi autista de nuestros gobernantes por su propio poder.

Celebrada en un espacio público, con dinero público y con la colaboración activa de órganos públicos, la Feria glorificando los diez años del ascenso al poder de Leonel Fernández ha derribado cualquier otro paradigma de autobombo posterior a la muerte de Trujillo. A pesar de todo, es feria y no finca porque tiene un elemento de espectáculo y vodevil con títeres, titiriteros y mimos incluidos. Y con esto no me refiero al espectáculo montado en la Feria Ganadera, sino en el país.

Una de las cosas más tristes es que la escenificación no tiene público en el sentido estricto. Sólo los organizadores disfrutan de ella. Los demás debemos conformarnos con el papel que nos permitan desempeñar, lo que no incluye, naturalmente, saber qué hacen los dueños de la Feria con nuestro dinero. La respuesta, ya sea para la celebración de la década del milagro o para el Metro, es siempre la misma: “El pueblo se enterará en su debido momento”. Lo que es lo mismo que decir que el pueblo se enterará cuando a ellos les dé la gana. Si alguna vez les da.

Pero no sólo eso. La gran Feria no puede ser deslucida. Están prohibidos los tarantines o carpas ajenas a la voluntad y visión del director de la Feria y sus artistas. Muestra de ello es lo ocurrido con “La Otra Feria” el sábado 26 de agosto. A golpe de cercos policiales y de un arresto arbitrario, los jefes del país impidieron a un grupo de jóvenes manifestar una opinión disonante con la versión oficial de la realidad.

Para los que han asumido como propio el ideal democrático, el arresto de alguien por el simple hecho de querer ejercer su derecho a la libertad de expresión, estemos o no de acuerdo con ella, es una aberración. La idea de que respetar el derecho ajeno a decir algo depende de que estemos de acuerdo con lo que dice, es intolerancia ciega. Justificar el uso de la fuerza para impedir que el otro hable, es autoritarismo peligroso.

No quiere esto decir que el Director de la Feria haya intervenido en la frustración de “La Otra Feria”, pero él es el dueño de la compañía circense y responsable último de lo que hagan sus subalternos. La menor de sus responsabilidades es la de destituir a quien dio la bochornosa orden.

A menos, claro, que ahora asumamos que la libre expresión sólo beneficia a quienes alaben la Feria oficial y a los adláteres y alabarderos del Director. ¿Será que todos somos libres sólo de cantar sus alabanzas y de escucharlas? ¿Es que debemos aceptar ahora de manera incondicional que debemos amar al Director y que somos amados por él?

Me preocupa la tendencia de la Feria a convertirse en simple exposición de lo que se quiere que se sepa del Director. Y no exagero cuando digo que me preocupa. Hace pocos días, mientras andaba por ese desierto que es la televisión matutina de los fines de semana, encontré un programa llamado “Citas de Leonel”. Durante él, una presentadora –con la imagen del Presidente a sus espaldas- citaba discursos pronunciados por este durante su carrera política. Me quedé estupefacto. Aparte de la Feria, ahora tenemos la versión televisada del Pequeño Libro Rojo.

Sin embargo, mi estupefacción duró poco porque recordé la ominosa señal de la que, hasta ahora, no había aprehendido el sentido completo: en la fachada frontal del edificio de la Secretaría de Cultura se inscribe en letras broncíneas, a manera de monumento, una cita del presidente Fernández sobre la relación entre modernidad y cultura.
Eso de por sí es ya un exceso. Pero hay un detalle importante del que debe percatarse todo aquel que vea el monumento; algo que sólo puede pasar desapercibido para los desprovistos del menor sentido de la ironía: la fachada adornada con las palabras del Presidente no es otra que la de la antigua sede del Partido Dominicano.

Clave Digital 29 de agosto de 2006

Con la cruz a cuestas

La travesía de Ángel Sosa cargando una cruz a través de los 305 kilómetros que separan Dajabón de Santo Domingo, es algo más que una metáfora. De haber venido sin ella a cuestas no habría cambiado nada, porque Sosa, como la inmensa mayoría de los dominicanos, carga una cruz muy real todos los días de su vida.

Él es parte de esa gran cantidad de los dominicanos hijos de provincias y pueblos cuya baja población los hace irrelevantes en las matemáticas del triunfo electoral, o miembros de una clase social carente de la capacidad económica o “prestigio” que las haga atractivas a los políticos. O ambas cosas a la vez.

La cruz de Sosa no es esa de madera, cuyo tránsito seguimos durante once días. Su cruz es vivir en un país cuyo Estado no acepta las responsabilidades que tiene con los ciudadanos. Que se inventa necesidades en las cuales malgastar miles de millones de pesos, mientras ignora las muy reales del pueblo. En Dajabón se han paralizado las obras públicas “por falta de dinero”, mientras que para el inefable Metro se ha buscado hasta debajo de las alfombras y en las costura de los muebles.

Nuestros gobernantes no ven su labor como la responsabilidad de administrar lo mejor posible los recursos del pueblo y satisfacer sus necesidades más perentorias. No; la ven como la construcción de un discurso electorero que sirva para cubrir la miseria y, sobre todo, su propia ineptitud.

Por eso no es extraño que se prefieran los elefantes blancos a las pequeñas, pero muy necesarias, obras en pueblos alejados de las ciudades. Elefantes blancos que son una afirmación de su discurso, obras cuya visibilidad las hace exhibibles en todo el país. Frente a ellas, un acueducto en Dajabón es sólo un susurro que complica las cosas, porque mientras nadie pedirá un Metro para su pueblo, todo el que vea que Dajabón tiene acueductos y caminos vecinales reclamará lo mismo para su comunidad.

El objetivo incuestionable que persiguen los gobiernos dominicanos es construir el discurso de la “modernidad”, de la “justicia social” o cualquier otro, pero sólo eso. De ahí que Sosa saliera de Palacio como de Dajabón: con solo una promesa bajo el brazo. Y no solo eso: se buscó borrar esa estrofa disonante mediante el ofrecimiento de un empleíto en el Estado. Es decir, lo importante no es solucionar los problemas de la comunidad de Sosa, sino evitar que se dañe el poema. Explicación de por qué el Presidente no se dejó fotografiar con Sosa. Hubiera sido reconocer que el discurso no encaja con la realidad. Esa es una admisión que no obtendremos, y menos en los días en que nos enrostró a todos nuestra incapacidad ciudadana al celebrar de la manera más impune y descarada una feria de autobombo que sería la envidia incluso de “Chapita”.

Lo que demuestran protestas como la de Ángel Sosa es que hay una realidad concreta que subyace al discurso oficial y que no puede ser ignorada. Dajabón (y mil otras comunidades) siguen siendo descuidadas y sus habitantes cargan con la cruz de ser los olvidados en un país donde hasta los recordados son ignorados. Ni las promesas electorales ni las que le hizo el funcionario que lo recibió por la puerta de atrás cambiarán esto.

Nuestro país es pobre con una clase gobernante y una clase dominante que pretenden lo contrario. La realidad no está en ferias megalómanas ni en los enclaves de riqueza que forman el “Pequeño Miami” del polígono central. La verdadera República Dominicana es una donde la gente siente la necesidad de caminar 305 kilómetros para que le reconozcan el derecho a ser tomados en cuenta. La tan cacareada modernidad no es más que un barniz sobre madera que se pudre. El Estado es sordo, ciego y mudo ante las necesidades y prioridades del grueso de los dominicanos. No es ya que no le interesan, es que ni las ve.

Por eso necesitamos más personas dispuestas a poner el dedo en la llaga, a reiterar lo obvio: que no estamos bien y que no vamos por el mejor de los caminos. Que la actitud del gobierno presente –y de los pasados- solo empeora las cosas. Que esa gran mayoría de dominicanos está cansada de cargar sola la cruz.

Clave Digital 22 de agosto de 2006

En defensa de lo(s) político(s)

En los últimos años ha ido tomando fuerza en el debate público nacional una preocupante tendencia.. Se trata del ataque constante, y desde múltiples frentes a los políticos en particular y la política en general.

Es como si todo lo relacionado con la política es malo y los políticos son leprosos a los que hay que evitar a como dé lugar. Todo se empaña cuando se le agrega el calificativo de “político”: intereses “políticos”, visión “política”, decisiones “políticas”. Al parecer, ese adjetivo afea las cosas.

No pretendo aburrir con el argumento ubicuo de que para los griegos inventores de la democracia la palabra idiota señalaba al ciudadano que renunciaba a su condición de tal, que no intervenía en los asuntos de la polis, es decir, en la política. Aunque es un ejemplo de una cualidad ilustrativa innegable, es más útil observar cómo suceden las cosas en nuestro tiempo y espacio.

Los políticos dominicanos conforman uno de los sectores peor considerados de toda la sociedad. Les condenamos por corruptos, por incompetentes y por vagos. Pero esos males no son privativos de la clase política. Ya sea por necesidad o por comodidad, los dominicanos hemos aprendido a engañarnos mutuamente (y a nosotros mismos) con el fin de lograr cualquier meta.

Mentimos en el trabajo, hacemos trampa en las universidades, engañamos en nuestra vida personal, desobedecemos todas las leyes que podemos. En fin, la corrupción forma parte de nuestro tejido social, y no son los políticos los más corruptos. No olvidemos que una importantísima parte del gran, mediano y pequeño empresariado dominicano se mantiene gracias a los sobornos y las evasiones.

Lo grave es que según un estudio sobre competitividad presentado hace unos meses por el economista Augusto López-Claros en el Foro Económico Mundial, los dominicanos sabemos que la corrupción es un problema generalizado y, además, el principal obstáculo a nuestro desarrollo. ¿Por qué entonces sólo la queremos ver en los políticos? Después de todo, éstos no son más que el reflejo de nuestros propios problemas. Son el espejo amplificador en el que vemos nuestras arrugas, verrugas y –nunca mejor dicho– puntos negros. No son ajenos a la realidad en que se mueven, sino tan sólo su producto.

La política como actividad pública también está mal vista. Uno puede dedicarse a la música, la pelota, a ser megadivo, a quebrar bancos, a insultar gente, a ser un dandy o a chupar cámaras. Lo que no puede uno hacer nunca es dedicarse a la política. Ahí mismo muere para los administradores de la moral pública. Lo político es visto como actividad de gente “poco seria” que aspira a vivir del otro. Ante cualquier manifestación de unidad en torno a una idea se acusa de “grupismo” a quienes la hacen, como si reunirse con quienes piensan igual sea censurable.

Manifestar de manera pública los intereses personales es el equivalente de suicidio. Como si no fuera legítimo tener intereses (o como si fuera posible no tenerlos). Olvidamos que es imposible determinar cuál es el interés público si desconocemos los intereses particulares. Pero nada de eso importa porque en el país los intereses del otro son espurios y sólo los propios son “sanos” y “nacionales”.

La consecuencia de esta línea de pensamiento es el fomento del sectarismo, el rechazo absoluto del derecho ajeno a sostener posiciones distintas a las propias. Destruida así cualquier posibilidad de diálogo significativo, se hace más difícil la construcción de un proyecto común. Esto no es irónico; después de todo, los proyectos comunes son indefectiblemente proyectos políticos.

¿Qué hay detrás de todo esto? Estoy convencido de que, al final del día, el rechazo no es tanto a lo político o a los políticos. La razón es simple: el ámbito público no desaparecerá nunca, existe dondequiera que hay una sociedad. Pero tampoco desaparecerán los políticos porque siempre existirán personas que debatan y tomen las decisiones. Al final, me convenzo de que lo que molesta es el proceso mismo de intercambio y toma de decisiones. En una sociedad moderna, el rechazo de la política y los políticos, sobre la base de convertirlos en chivos expiatorios, se traduce en un rechazo a la democracia misma.

Ciertamente existen muchísimas cosas criticables en las actuaciones de los políticos dominicanos. Pero una cosa es criticarles por eso y otra es descalificarlos a ellos y el sistema político ignorando que señalamos la paja en el ojo ajeno sin fijarnos en la viga que hay en el propio. Ignoramos la verdad irrefutable que donde hay corrompidos hay corruptores.

Esta filosofía de gatita de María Ramos lleva a una conclusión alarmante, pero a la que nos hemos ido acostumbrando paulatinamente: la necesidad de sacar las decisiones “importantes” de las manos de los políticos haciendo “autónomas” las instancias que las toman. En buen español, hay que privatizar la toma de decisiones públicas. Esto sólo tiene sentido si nos creemos la idea de que el sector privado es menos incompetente y corrupto que el sector público. La historia bancaria reciente y pasada de nuestro país demuestra lo contrario. Pero la apatía creada por el martilleo constante contra los políticos y la política hace posible que todos ignoremos ese enorme elefante en el medio de la sala.

Ni la política es mala ni los políticos son los peores dominicanos. Si no nos gustan los resultados de la primera, nuestro deber es involucrarnos cada vez más, convertirnos en ciudadanos militantes sin conformarnos con las migajas que nos dejan caer de cuando en vez y de vez en cuando. Si no nos gustan las acciones de los segundos, no debemos dejarles entonces el campo libre. Hay que participar.

Organizarnos en asociaciones barriales y vecinales, culturales, religiosas, deportivas, ambientales: es ahí donde debemos buscar la solución a nuestros problemas sociales. Hacer política ciudadana e incluso integrarnos a la política partidista Lo que nos hace falta son más y mejores ciudadanos. Sin ellos no habrá ni políticas ni políticos que valgan la pena.

Clave Digital 8 de agosto de 2006

Del Código, sus detractores y las estadísticas

En nuestro país el debate público adolece de males que lo debilitan casi hasta el punto de hacerlo inútil. Entre ellos están la falta de estadísticas confiables que justifiquen –o permitan rechazar- propuestas de reforma política, carecemos de memoria institucional y no sabemos si las frecuentes que llevamos a cabo están dando resultados. Tampoco nos interesamos mucho por los argumentos lógicos y coherentes, ya porque son difíciles de construir sin datos estadísticos o porque el medio no se presta para ello.

De ahí que la mayor parte del tiempo el debate público gire en torno a cuestiones en las que el protagonista no es el dato ni el argumento, sino quien habla. La plaza pública se convierte así en una vorágine en la que cada cual lucha por hacerse escuchar utilizando argumentos con frecuencia infundados. De esto resulta la imposibilidad de establecer verdaderos diálogos; todos buscan demostrar una y sólo una cosa: que su verdad es la verdad. En este contexto no hay acuerdos ni términos medios; lo relevante es demostrar que se tiene razón y que el otro está equivocado. Como lo fundamental es el mensajero y no el mensaje, es necesario siempre descalificar al otro y afirmar que lo que piensa es una tontería fruto de la inexperiencia o el desconocimiento.

Afortunadamente, esto parece que acabará, por lo menos en lo que respecta al debate sobre el Código Procesal Penal. La semana pasada, la Comisión Nacional de Ejecución de la Reforma Procesal Penal (CONAEJ) les salió al frente a los críticos del Código que afirman –sin prueba alguna- que este es responsable del aumento de la criminalidad en los últimos años y que el sistema de justicia penal está a un paso del colapso. Para ello utilizó una herramienta que, por poco usada, debería causar una revolución en el debate público: estadísticas.

Como primera cuestión, demostró que es falso que la criminalidad haya subido durante los dos años de vigencia del Código. Comparando mes por mes la cantidad de muertes violentas, la CONAEJ puso en evidencia que en lo que va de año estas son menos que en igual período del año pasado. De hecho, entre enero y julio de 2005 se produjeron 1051 asesinatos, mientras que este año se han producido 922. Una disminución de casi un 10% en sólo un año. Aún si aceptamos la idea –enormemente discutible- de que un código procesal puede afectar directamente el grado de la criminalidad en mayor medida que lo hizo la crisis económica de 2002-2004 (no olvidemos que en esos años el índice de pobreza pasó de 27% a 42% y el de pobreza extrema de 8% a 16%), es evidente que durante la vigencia del Código la criminalidad ha bajado.

Vayamos al segundo argumento de la CONAEJ: que el sistema de justicia penal funciona ahora mejor que con el antiguo Código. Aquí los datos son sencillamente demoledores. Antes de la reforma, sólo un 10-15% de las sentencias de primera instancia eran definitivas, ahora lo son un 68%. De los 376,778 expedientes asignados desde su entrada en vigor, ya han sido fallados 324,856, es decir, un 86%. En buen español, estamos ante un éxito rotundo.

Claro que hay espacio para mejorar la aplicación del Código, eso no lo niega nadie; pero lo que procede es una profundización de la reforma, no una vuelta atrás ni una defensa a ultranza del Código antiguo. En los hechos no hay argumento posible a favor de la vuelta atrás. No tiene sentido hacerlo, reintroduciendo medidas de coerción propias del sistema anterior, cuando ahora las cosas funcionan mucho mejor que antes.

Apelar a las tradiciones rara vez es válido, mucho menos cuando esa apelación se hace frente a cambios beneficiosos. Las tradiciones son útiles en la medida en que son provechosas para la sociedad, y la del Código francés tuvo resultados calamitosos. ¿Por qué atarnos a ella? No hay seguridad en el desastre. Nuestro sistema de justicia penal no es perfecto, pero se encuentra en franca mejoría.

Es cierto que hay obstáculos propios de la pobreza de nuestras instituciones de seguridad pública, pero la respuesta está en avanzar, no en retroceder o en “mejorar” las reformas como el cangrejo. La reforma va bien. No lo digo yo, lo dicen las estadísticas. Y eso pese a que aún falta completar la reforma, que incluye la modernización de y la capacitación del Ministerio Público. Esos deben ser nuestros objetivos. Nuestro país sólo progresará si nos ponemos metas difíciles de alcanzar y nos empeñamos en lograrlas por encima de las infatuaciones con tradiciones vetustas. Una justicia penal, democrática, abierta y eficiente es difícil, pero posible. Los dominicanos podemos, y debemos, lograrla.

Clave Digital 25 de julio de 2006