Monday, December 19, 2005

La nacionalidad y el grave error de la Suprema Corte

A veces las palabras son insuficientes para expresarnos. Eso es lo que debe ocurrirle a todo el que lea con calma y conocimiento la sentencia por medio de la cual la Suprema Corte de Justicia niega la nacionalidad a los hijos dominicanos de los haitianos indocumentados en nuestro país. La razón es simple, la sentencia es un sinsentido jurídico. Un arroz con mango.

Siempre habrá quien diga que lo importante no es ser tisquismiquis o extremadamente legalista. Que lo importante es que la Suprema tomó la decisión apropiada. Quizás sea así. Pero a esta afirmación hay que hacerle antes dos matizaciones. Primero, que quien la haga probablemente tenga una concepción distinta de la mía de lo que en este caso era la “decisión apropiada”. La segunda es que la Suprema Corte está obligada a tomar decisiones que sean jurídicamente correctas. Esa es su responsabilidad. Y no tiene vuelta floja.

El “análisis jurídico” puramente noticioso que han hecho muchos no basta para tener un debate serio en nuestro país. Hay que tener verdadero intercambio de ideas, incluso en temas como la corrección jurídica de una sentencia de la Suprema Corte.

En este enlace (http://www.geocities.com/icedom2005/ICED.Losfallosdelfallo.pdf) podrán encontrar el análisis que hice como parte del Instituto Caribeño para el Estado de Derecho, de cual formo parte.

Saludos,

Nassef Perdomo Cordero

Thursday, December 08, 2005

Redescubriendo la violencia

La sociedad dominicana desincentiva la discusión seria de los problemas que la afectan. Por lo general, se premia el discurso moralista, lleno de tópicos, pobre de análisis y adulador de un ilusorio pasado perfecto. Tanto mejor si es presentado con palabras floridas y rebuscadas que oculten su falta de contenido. Lo importante es que se hable mucho, aunque no se diga nada. Es lo que sucede cada vez que se habla de la “ola de violencia” que “sacude” nuestro país. Por cada análisis serio del fenómeno aparecen decenas de artículos y declaraciones tremendistas.

Afortunadamente, de vez en cuando se publica algo que sí vale la pena leer. La pasada semana, Clave Digital publicó un excelente artículo de Carmen Imbert Brugal sobre el tema de la violencia y cómo se ha creado la ilusión de que hemos pasado de ser un país “tranquilo” a uno “violento”. Con estadísticas en la mano y la historia de su parte, demuestra que la violencia nos ha acompañado siempre, que no es para nada un fenómeno nuevo. Resultó una verdadera bocanada de aire fresco frente a tanto lamento inútil por la supuesta inocencia perdida.

Debo reconocer que me indigno cada vez que leo un artículo en que se afirma, sin el menor indicio de ironía, que “eso no pasaba antes”. ¿Cuándo hemos sido una sociedad libre de violencia? En nuestro país, la única ley que se respeta es la de coger piedras para los más chiquitos. Por ejemplo, son espeluznantes los niveles que alcanza la violencia intrafamiliar, cuyas principales víctimas son mujeres, niños y ancianos. Las violaciones a las que se refiere Imbert Brugal son tan comunes que ya ni siquiera reparamos en ellas y, cuando lo hacemos, asumimos que son consecuencia de que somos gente con “sangre caliente”.

Hablar de la violencia estatal es entrar en el terreno de lo repetido hasta la saciedad. Pero nos resbala como si estuviéramos cubiertos de teflón. Nos da igual que el Estado dominicano se dedique a maltratar a los más pobres. Que la mayor parte de la gente le tema a la Policía Nacional nos parece normal. Porque es ésa la relación que hemos cultivado siempre con el Estado, la del miedo y la sumisión. Tanto así que estamos convencidos de que vivir en libertad y sin que nos den macanazos es un favor que nos hacen y no un derecho. Aunque, claro está, eso no sea así para todos y exista un grupo de privilegiados que gozan de una impunidad que hasta llega a ser heredada. En algunos casos, desde el momento mismo de la fundación de la República.

No sólo el Estado ejerce la violencia pública. Al margen de que condenar la gente a la pobreza o el desempleo es, en sí misma, una forma de violencia, obtener un empleo no libra del maltrato. Las relaciones entre los trabajadores y los empleadores en la República Dominicana encierran una violencia encubierta -o estilizada- que asombraría al más cínico. Una cosa es lo que dice la ley y otra cómo funciona. La inmensa mayoría de los dominicanos que tienen la suerte de encontrar un empleo saben que deberán soportar uno y mil abusos si no quieren verse de patitas en la calle y con poca oportunidad de reclamar algo.

Ni hablar del más evidente acto violento en mucho tiempo en nuestro país. Porque, ¿de qué otra forma podemos definir el robo de RD$55,000 millones? Para calificarlo no debemos considerar sólo el descalabro que produjo en la economía, sino también el desparpajo con que se nos estruja en la cara tanto el desfalco como el persistente prestigio social de quienes lo cometieron.

A pesar de todo esto -y de muchas cosas más- aparecen quienes se rasgan las vestiduras porque la delincuencia está “acabando”. Estas personas provocan hacerles dos preguntas. La primera: ¿cómo es posible que no se dieran cuenta antes de que viven en un país violento? Durante años, la revista más vendida del país fue “Sucesos”, que publicaba reportajes muy gráficos de actos de violencia. Eso debió ser suficiente como señal de alerta. La segunda es: ¿qué cuenta para ellas como violencia? Porque todo lo anteriormente descrito es de conocimiento público. Y los fraudes bancarios, estafas, evasiones de impuestos e incluso actos de violencia brutal han estado siempre a la orden del día, incluso entre los miembros de lo más “selecto” de nuestra sociedad.

Da la impresión de que lo inaceptable es que la delincuencia común haya desbordado los barrios. Que los antiguos santuarios de la gente “nice” ya no sean tan seguros como antes. Pero eso no es una preocupación válida porque la violencia es asunto de todos sin importar si ocurre en Gazcue o en el María Auxiliadora (Guachupita, para más señas). Además, como no es algo aislado sino una presencia constante en nuestra sociedad, es iluso pensar en soluciones fáciles del tipo “mano dura”. Más efectivo sería luchar contra la creciente diferencia entre los más ricos y los más pobres.

Cualquier acto de violencia es una tragedia. Pero no hay explicación para el empeño en descubrir esto ahora y no darse cuenta de que esta tragedia se repite infinitamente en el país. A esta altura del juego, sorprenderse no es señal de que antes vivíamos más tranquilos, sino de que hemos estado voluntariamente ciegos.

Clave Digital 6 de diciembre de 2005