Tuesday, October 11, 2005

Los dominicanos que no cuentan

Para nadie es un secreto que la sociedad dominicana es una máquina de fabricar injusticias. Son tantas que intentar hacer un recuento no tendría otro efecto que embotarnos emocionalmente.

Pero no por eso debemos ignorarlas. La desgracia ajena no puede barrerse debajo de la alfombra aunque, lamentablemente, es eso lo que hemos estado haciendo durante décadas. Lo que es peor: no sólo hemos tratado de esconder las desgracias y el sufrimiento ajenos, sino de esconder a las personas mismas.

Según fuentes autorizadas, en la República Dominicana hay dos millones de personas sin actas de nacimiento. Es decir, dos millones de personas que no existen jurídicamente.

No pueden hacer nada de lo que algunos de nosotros damos por hecho en nuestra vida cotidiana: firmar un contrato laboral, uno de alquiler, casarse, tener una cuenta bancaria, salir del país. Pero aún más importante: no pueden votar, aprovecharse del sistema de (in)seguridad social, terminar la escuela, declarar sus hijos… no pueden hacer nada.

Y no hablamos de un dos seguido de seis ceros. Hablamos de dos millones de seres humanos de carne y hueso, que malviven sin que nunca jamás el Estado dominicano se ocupe de la más nimia de sus necesidades. Son, realmente, parias, intocables, invisibles. Dos millones de personas que existen, pero que son ignoradas, que sufren una existencia de la que el resto no tomamos nota. Si hay un destino que puede resultar peor que la muerte debe ser este: el que a nadie le importe que estés vivo. Y estamos hablando de uno de cada cuatro de nosotros.

Ahora sale a la luz que entre los oficiales del Estado Civil hay al menos una persona a quien le duele la desgracia ajena. Este hombre ha ideado un plan llamado “En la misma acera”, con el cual puede empezar a paliarse uno de los más dramáticos problemas de nuestro país. Se ha negado a aceptar que tantos dominicanos no existan y ha puesto manos a la obra. En su oficialía –la 12º del Distrito Nacional- 40,000 dominicanos pudieron conseguir el año pasado sus actas de nacimiento.

Sin exagerar: hasta hace poco hubiera creído que un funcionario así sería objeto de honores y reconocimientos. Pues no, aparentemente los máximos responsables de la Junta Central Electoral han hecho todo lo posible por detenerle. Le han informado que para poder proceder con su proyecto tiene que esperar la autorización de ese organismo. Eso fue en enero, y la autorización no llega. Lo que sí está en agenda es su destitución por “rebelde”, y porque “no cabe como funcionario”.

Yo me pregunto: ¿cuál es el perfil de funcionario en el que no cabe este hombre? Ha iniciado un programa gratuito para que miles de dominicanos puedan obtener sus actas de nacimiento y además cubre los costos de su programa con los dineros de la misma oficialía. ¿Qué hacen los otros funcionarios con el dinero de las que están a su cargo? Quizás lo que se espera de estas personas es que se hagan ricas, y ya. Quien se niega a vivir de la tragedia ajena, y denuncia que otros sí están dispuestos, no cabe. Es un rebelde. Una oveja negra. Un chivato.

Pues bien, de inadaptados, rebeldes, ovejas negras y chivatos debería estar lleno el país. Es este el ejemplo que deberíamos seguir. Yo preferiría ser como Luis Felipe Rodríguez, y no como Sammy Sosa. Lo que no entiendo es por qué los que no comparten esa opinión no sólo no la siguen, sino que quieren castigar a quien da el buen ejemplo. A menos, claro, que lo correcto sea ver de cerca todos los días la desgracia de los dos millones de dominicanos sin actas de nacimiento y no hacer nada.

Y mientras tanto, que la injusticia siga su curso. Que uno de cada cuatro dominicanos siga sin contar. Aunque, mirándolo bien, no sólo continúa esa tragedia. Hay otra que la acompaña. Porque donde quiera que exista la desgracia de un ser humano que no cuenta, existe su hermana: la vergüenza de que otro ser humano no se digna a querer que lo haga. Ese es el estigma que nos marca a todos.

Clave Digital 27 de septiembre de 2005

Potemkin en Capotillo

A finales del siglo XVIII, los imperios ruso y otomano se encontraban envueltos en un conflicto por el control de las costas del Mar Negro. En ese contexto, el ministro ruso Grigori Aleksandrovich Potemkin quiso convencer a la zarina Catalina la Grande de que las tierras de Crimea por las que se luchaba valían la pena. Para ello le organizó una gira triunfal por el área. El problema es que Crimea era una región pobrísima y se corría el riesgo de que, al verla, la soberana decidiera poner término a un esfuerzo bélico costosísimo.

Para salvar el inconveniente, Potemkin ordenó que se contratara actores y carpinteros que construyeran una aldea desmontable. Esta se montaba en los puntos de paso de la zarina para cubrir los ruinosos edificios reales y los actores interpretaban el papel de ciudadanos felices. Naturalmente, cuando la zarina se marchaba todo se venía abajo y los campesinos seguían siendo igual de pobres. Dicen que la zarina nunca se enteró del engaño. La guerra continuó y el imperio ruso se impuso al otomano.

Al menos esto contaban los enemigos políticos de Potemkin. Los historiadores actuales lo ponen en duda. Lo sorprendente no es esta historia rocambolesca en sí, sino que los dominicanos, en nuestra lucha constante por redefinir los límites de lo posible, la estemos recreando en pleno siglo XXI.

Días antes de que el presidente Fernández visitara Capotillo de la Capital, se publicaron fotos que enseñaban como se “acondicionaba” el barrio para recibirlo. Se limpiaron las calles con mangueras a presión, también se dio alguna que otra mano de pintura. Es decir, se hizo lo mínimo necesario por que Capotillo no pareciera Capotillo. Una vez allí, el Presidente arengó a los habitantes del barrio y les recordó que “Dios no abandona a los suyos”. Luego les prometió vigilancia policial y un programa de empleos y obras.

Sobre la apelación no hay mucho que decir. Sólo se explica en una de tres formas: o el Presidente se identifica con Dios; o cree ser emisario divino; o piensa que no puede hacer nada por Capotillo y exhorta a sus habitantes a confiar en la misericordia divina. A mi modo de ver, ninguna de las tres refleja nada positivo. Ni el Presidente está relacionado con la divinidad, ni puede renunciar a la responsabilidad que le incumbe como jefe del Ejecutivo de coordinar la ayuda estatal a Capotillo.

Dicen quienes trabajan en el barrio que las promesas de empleos y obras son las mismas que fueron incumplidas en el período 1996-2000 (y seguro también en los de todos los demás gobiernos). De nada sirve repetirlas si no se cumplen. Esto incluso puede ser contraproducente porque agudiza la desesperanza y el sentimiento de abandono.

Finalmente, está la promesa que sí se ha cumplido. El patrullaje policial. El problema es cómo se ha pretendido cumplirla. Comprar motocicletas Harley Davidson (con su precio exorbitante, su gran consumo y su coste de mantenimiento prohibitivo) parece más una burla que un esfuerzo por mejorar la situación del barrio. Incuso si obviamos su costo (y las comisiones), a nadie se le puede ocurrir que máquinas diseñadas para ser utilizadas en las autopistas estadounidenses pueden ser efectivas para perseguir a nadie en las intrincadas calles de Capotillo.

Como era de esperar, la dicha duró poco. Los maquillajes se corren si no se les renueva. Hoy por hoy, los habitantes de Capotillo sienten el temor de que les hayan dado la píldora de siempre. No se notan cambios en el barrio que no sean los de el paso de las Harley y “dos o tres policías en cada esquina”. Y eso sólo de día. Las noches son como antes, sin protección, sin servicios, sin luz, sin nada. Sólo el temor de que los delincuentes tomen represalias con quienes confiaron en el Estado y les denunciaron.

Los gobiernos dominicanos tienen la mala costumbre de creerse sus propios discursos, incluso cuando coliden con la realidad. Ni Capotillo ni el país necesitan promesas, discursos o maquillaje. Lo que hace falta es trabajar de verdad en la solución de nuestros problemas. La modernidad no se aplica como pintura para cubrir los males y podredumbres de una sociedad. Al contrario, es el resultado de la construcción responsable de un proyecto de nación en el que todos, todos, tengamos la oportunidad de una vida digna sin necesidad de encomendarnos a la misericordia divina.

Clave Digital 13 de septiembre de 2005