Wednesday, August 17, 2005

Esos pobres insolidarios

Uno de los problemas que enfrentan los escritores es que, por regla general, la realidad tiende a ser más absurda que la ficción. Recordé esto al leer sobre las discusiones en el país respecto de las reformas necesarias para sacarnos del hoyo y evitar que volvamos a caer en él. Me han indignado las insinuaciones de algunos sectores en el sentido de que los pobres dominicanos “tienen que cargar con su parte”. Según esta particular perspectiva, todo el que intenta aligerar el golpe que recibirán los menos afortunados es politiquero, iluso o insincero.
Ahora, en nuestro país, señalar lo evidente es ser idiota o tener malas intenciones. Basta un par de dedos de frente para darse cuenta de que quienes así hablan están viendo la paja en el ojo ajeno antes de ver la viga (el bosque, diría yo) en el ojo propio.
¿A quién se le ocurre decir que los pobres dominicanos no pagan desde siempre y todos los días la manera desastrosa en la que se ha manejado el país? ¿No basta que tengan que vivir un día a la vez, sin saber lo que les trae el mañana? ¿Que no exista un sistema de sanidad que impida que las enfermedades más simples acaben con sus vidas? ¿Que el sistema educativo sea tan malo que les condene al analfabetismo funcional? ¿Que tengan que trabajar hasta el último día de sus vidas por un salario miserable? ¿Que la más ligera de las lloviznas arrase con sus casas, sus vidas, y sus familias? ¿Qué la canasta familiar esté siempre justo fuera de su alcance, condenándolos a ir y venir entre la desnutrición y la alimentación mínima? ¿Qué más se quiere? ¿Que cubran el hoyo creado por las aventuras financieras de una élite inconsciente? ¿Con qué lo van a pagar?
En el país el empleo decente es un lujo inalcanzable para la mayor parte de la población. El salario suficiente es aún más exclusivo. ¿Cómo pueden pretender los empresarios gravar con el ITBIS (por ejemplo) los productos de primerísima necesidad? La competitividad empresarial –al menos en su versión dominicana- ni beneficia a la mayor parte de la población ni se puede comer. Si a las precariedades que padecen los pobres agregamos pagar impuestos por comer, estaremos cobrándoles con su carne la pérdida de la apuesta descabellada de unos pocos.
Nadie puede alegar que todos los dominicanos hemos contribuido al desastre en la misma medida. Ni que nos hemos beneficiado por igual de la danza de millones, la especulación y el fraude que nos han traído hasta aquí. El manejo temerario de una institución bancaria no se nos puede imputar a todos. Tampoco puede decirse que el mal manejo de la crisis repartió los costos y beneficios a partes iguales. Es archiconocido el dato de que la operación de rescate íntegro de los depósitos en Baninter, además de ilegal, fue extraordinariamente asimétrica. Un puñado de personas se benefició de la tajada del león. Y ninguna, ninguna, tiene problemas para pagar la canasta familiar.
En el fondo, de lo que se trata es de distraer la atención de lo que debería ser evidente, pero que nadie parece aceptar. La deuda con los pobres dominicanos no es sólo moral, política o social. Es total. Porque sólo una cosa permite mantener ese juego de apariencias que llamamos democracia, una razón por la que aún la pobreza más absoluta puede convivir con la ostentación más asquerosa: la paciencia de los marginados.
Si no fuera porque nos encanta taparnos los ojos ante la realidad, sabríamos que somos afortunados de que no se haya producido un estallido social de proporciones armagedónicas. La mayoría de los dominicanos no vive: sobrevive. Es su asombrosa vocación cívica lo que permite que continúe funcionando sin derramamiento de sangre un status quo que les oprime.
Mientras tanto, en vez de gravar los alimentos, ¿por qué no aumentamos los impuestos sobre otras cosas? Se me ocurren los collares de perlas, las yipetas, los viajecitos a Miami de fin de semana, las mansiones, los helicópteros, los autos de lujo, los yates…
A algunos podrá parecer exagerado lo que digo. Pero quienes conocen la historia –incluso reciente- de América Latina saben que tenemos espejos en los cuales mirarnos y que las imágenes que vemos no son las más tranquilizadoras. Así que lo mejor es actuar con cordura y no seguir abusando de la paciencia ajena.

Clave Digital 2 de agosto de 2005