Thursday, November 24, 2005

Corrieron a Ruquoy

Ya está. Se fue. Lo lograron. Amenazado de muerte, Ruquoy salió del país el jueves pasado por orden de su congregación. Con esto culminó una campaña brutal y asquerosa contra un hombre cuyo único pecado fue defender a los que no tienen quien hable por ellos. Con él los dominicanos perdemos un hombre que dedicó treinta años de su vida a servir a nuestro pueblo. Y lo perdemos porque fue digno, porque no se dejó amilanar con las campañas de descrédito. No cedió a los insultos, a la reedición de la práctica de interrumpir misas en la forma más soez posible, a las falsas acusaciones. Tampoco cedió ante la falta de apoyo y las muestras de intolerancia de esa parte de la jerarquía eclesiástica que siempre ha respaldado los peores propósitos. Fracasados los intentos de disuadirlo, se recurrió a la amenaza de muerte. O te callas o te mato.

Su marcha pone en evidencia cuál es el problema al que nos enfrentamos los dominicanos: mientras un grupo de falsos patriotas atiza las llamas de la intolerancia, el Estado se abstiene de intervenir. O, lo que es peor, ataca él mismo a la víctima de la intolerancia. Es antológico el boche público que el secretario de Interior y Policía le dio al Padre Ruquoy hace unas semanas cuando fue a entrevistarse con él. El cura le dijo que temía por su vida y que militares dominicanos le habían amenazado. El funcionario no hizo caso e incluso le llamó “simulador” e “irresponsable”. ¿Qué piensa hoy señor secretario?

El Estado dominicano no hizo nada, no cumplió con su responsabilidad de protegerle de las amenazas y eso es complicidad por omisión. Pero además, con el exabrupto del secretario, ayudó a convertir a la víctima en victimario. El amenazado, y no quienes lo amenazaron, era el peligro. Ninguna investigación sobre la denuncia, ningún interés de asumir responsabilidades. En nuestro país, el malo es que pone el dedo en la llaga y no el que la causa.

Con la salida de Ruquoy ganan el abuso y la imposición. Porque los verdaderos causantes de la miseria dominicana y de la explotación de los inmigrantes haitianos se han quitado una espina del costado. Y las cosas para la gente de los bateyes van a seguir igual o peor. Ahora estarán verdaderamente desamparados porque quien se atrevió a levantar la voz en su defensa tuvo que salir apresuradamente y temiendo por su vida.

Pero además, aparece quien se alegra de la marcha de Ruquoy. No se da cuenta de que es un grave fracaso para nuestro sistema democrático, más allá de la posición que se sostenga sobre la inmigración haitiana. ¿Es aceptable que volvamos a los tiempos en los que el discurso público estaba limitado y delimitado por la amenaza de la violencia? ¿Es así como vamos ahora a resolver nuestras diferencias? ¿Para qué queremos entonces mantener la pretensión de democracia? Si es eso lo que queremos seamos coherentes y resolvamos nuestros problemas a palos y pedradas.

Lo grave es que un conocido diputado -de esos que se envuelven en la bandera antes de lanzar lodo y luego se ofende si le responden- se dio el lujo de decir que fue “sensato” que el cura se fuera. Tiene razón en un sentido, porque no servía a nadie el que se dejara sacrificar en el altar de la intolerancia. Pero por otro lado, sus declaraciones son muestra de la corrupción del sistema político dominicano. Esto por la sencilla razón de que este señor –al abstenerse de criticar a los salvajes que amenazaban a Ruquoy- está avalando la destrucción del principio de deliberación abierta que el Congreso mismo representa. Además, parece no darse cuenta de la ironía de que acepta como buena y válida la intimidación del contrario por personas privadas. ¿Quien iba a decir que llegaría el día en que lo viéramos aceptar las tácticas propias de gente como –por ejemplo- los narcotraficantes?

La salida de Ruquoy es una gran pérdida para todos los dominicanos y no sólo para los que entendemos que hizo una gran labor. La degradación del discurso público seguirá su curso y de tirarnos trapos sucios pasaremos a pegarnos galletas, patadas, trompones y balazos en un sentido algo más que figurado. Pero, además, los abusos que denunciaba seguirán ahí, y como nadie los denunciará pronto dejaremos de hablar de ellos. Así, el resultado es una sociedad más peligrosa, más intolerante y más injusta que nunca.

Esta degradación política y cívica es un peligro aún mayor, incluso, que el que, en su delirio apocalíptico, nos anuncian diariamente los falsos patriotas que contribuyeron a correr a Ruquoy del país.

Clave Digital 22 de noviembre de 2005

Friday, November 11, 2005

La ramera de San Cristóbal

El pasado domingo 6 se celebró el 161 aniversario de la proclamación, en San Cristóbal, de la primera Constitución dominicana. Concorde con nuestra capacidad de deformarlo todo, una fecha que pudiera ser de celebración necesariamente se convierte en una de lamento.

Pensar en los avatares de nuestra Carta Magna entristece y desanima al más optimista de los mortales. Quizás, en el fondo, hasta es conveniente que casi nadie recuerde qué es lo que se celebra ese día.

Puede decirse de la Carta Magna dominicana que es la hermana pobre de la apocalíptica ramera de Babilonia. Pero la diferencia entre ambas es notable porque mientras que la última es fuente de terror, la primera sólo recibe vejaciones, desprecio y traición.

Desde su nacimiento mismo fue objeto de un golpe de mano militar y autoritario. No hay que olvidar que el infame artículo 210 –que al poner a Santana por encima de la Constitución misma destrozó cualquier esperanza de que la República naciera democrática- fue impuesto por el sátrapa de Hincha con el apoyo de los fusiles, que llegaron a ocupar la salida del edificio donde se reunía la Asamblea Constituyente.

Contrario a lo que se podía esperar, este principio no fue atípico. La Constitución se convirtió en un instrumento más en las batallas políticas dominicanas. El siglo XIX fue testigo de cómo se ponían y quitaban constituciones a ritmo de golpes de Estado, llegándose incluso a proclamar la disolución del Estado dominicano y su anexión a España. Durante ese siglo los caudillos que llegaban a la presidencia de la República procuraban, antes que nada, legitimarse a través de una nueva Constitución. Inevitablemente, esto llevó a la deslegitimación de la Constitución misma.

En el siglo XX la historia no ha sido más satisfactoria. El primer período de estabilidad constitucional fue fruto de la opresión trujillista. Pero no era a la Constitución que se obedecía, sino al “Jefe”. Dueño de la realidad política, e incluso de la teoría jurídica, Trujillo incluso se dio el lujo de reformar la Constitución simplemente porque quería divorciarse y ésta lo prohibía. Pervertido el razonamiento democrático, se ha llegado a afirmar que este tipo de cosas demuestran que Trujillo obedecía la Constitución. La realidad es otra muy distinta: la Constitución obedecía a Trujillo.

Caída la dictadura hubo un breve período de esperanza que nos brindó la Constitución de 1963. Ha sido, en su contenido y origen, la más democrática de las Costituciones dominicanas. Naturalmente, esta anomalía fue eliminada por un golpe de Estado que terminó desembocando en guerra civil e invasión estadounidense.

El régimen balaguerista, hijo de la ocupación, volvió al viejo truco decimonónico de usar la Constitución para legitimarse. Electo bajo condiciones que le aseguraban un triunfo espurio, el Congreso Nacional balaguerista cambió las reglas preacordadas para votar la nueva Constitución. Esto fue una violación flagrante del Acto Institucional, que en ese momento hacía de Constitución y era uno de los acuerdos que posibilitaron el fin de la Guerra de Abril. La Constitución resultante no podía ser otra cosa que un manual autoritario con un infuncional barniz democrático.

Por todo esto, no le faltaba razón a Joaquín Balaguer cuando, imitando a Federico Guillermo IV de Prusia, afirmó cínicamente que la Constitución no era otra cosa que un pedazo de papel. Los años posteriores a la caída del régimen balaguerista en 1978 tampoco han sido buenos para la pobre Constitución. La vuelta de Balaguer al poder y su permanencia en el mismo por medio de fraudes electorales se pagó con una reforma de la Carta Magna en 1994. La última reforma, en 2002, no fue otra cosa que un intento burdo por asegurar la reelección del entonces Presidente.

El uso de la Constitución como simple factor de legitimación o herramienta de poder es una traición a la democracia y al pueblo dominicano. Una Constitución no es sólo un texto jurídico. Es el acuerdo entre todos los miembros de una sociedad determinada de buscar un marco de convivencia que se fundamente en el respeto mutuo. El desprecio que nuestros gobernantes han mostrado por la Constitución es, a la vez desprecio por la democracia y por los ciudadanos dominicanos.

No tiene sentido celebrar lo que no respetamos. Reitero que no se trata de la devoción ciega y perniciosa de un simple texto jurídico. Tenemos que reconocer en ella el marco en el cual se debe desarrollar nuestra democracia, que no es posible pretender gobernar fuera de ella o contra ella. Que no es un juego ni un juguete. Tiene que dejar de ser una excusa, una esclava jurídica que se vende al mejor postor y satisface todas sus fantasías.

En fin, que para celebrar el “Día de la Constitución” antes tenemos que asumir que tenemos una. Con todas sus consecuencias.

Clave Digital 8 de noviembre de 2005

¿Luz al final del túnel?

No es secreto para nadie que entre los fracasos más espectaculares de nuestro sistema político está el de la administración de justicia.

Abundantes estadísticas lo demuestran y han sido tan citadas que ya no causan un efecto discernible en el debate. Simplemente las aceptamos como parte del decorado de nuestra injusticia y seguimos hablando del problema como si no involucrara a miles de seres humanos.

Y no se trata sólo de los presos preventivos, cuya situación es consternante, o de las víctimas directas de los delitos, que hasta la entrada en vigor del nuevo Código Procesal Penal no tenían poder ni derechos.

Aunque la histórica impotencia del sistema de justicia no es privativa del área penal, es este fracaso, en particular, el más peligroso para la democracia.

Esto por varias razones. La primera es que el Estado existe porque en toda sociedad organizada con pretensiones democráticas es necesario crear un sistema que solucione los conflictos penales y elimine la venganza privada.

Es esta la función del sistema de justicia penal. Cuando no funciona, o tarda demasiado en hacerlo, los ciudadanos no se sienten amparados por él y reanudan el círculo vicioso de la justicia privada lo que, en nuestro caso, explicaría el altísimo grado de violencia social. La falta de un sistema de justicia penal justo debilita la cohesión social.

Pero hay otra razón fundamental para la vida en democracia que depende de que la justicia penal funcione bien: la confianza en el Estado.

Una organización social compleja implica que los ciudadanos aceptan entregar al Estado algo más que el monopolio de la justicia.

También le entregan la tutela de los bienes comunes a los que todos contribuimos con la intención de que sean usados en beneficio común. La falta de acción, más allá del figureo político, en los casos de corrupción administrativa y los grandes delitos de cuello blanco ha sido una de las principales fuentes de desprestigio del Estado dominicano. Reinaba la impunidad de los delincuentes más poderosos (y más dañinos).

Las cosas empezaron a cambiar con la reforma constitucional de 1994 y los acontecimientos que han seguido: la selección de un nuevo cuerpo en la judicatura, los esfuerzos por llevar a buen puerto la reforma judicial, la reforma procesal penal y, ahora, los pasos que se dan para profesionalizar el Ministerio Público.

Las noticias recientes son aún más alentadoras. Por primera vez en muchos años, los engranajes judiciales ponen en marcha procesos –e incluso condenas en primer grado- anticorrupción; se ha arrestado a banqueros que gozaron durante años de una sorprendente libertad a pesar las órdenes de prisión en su contra (róbese un pollo en una pulpería a ver si pasa lo mismo); y, sobre todo, los implicados en las quiebras bancarias de 2003 están muy cerca de sentarse en el banquillo de los acusados.

Estos hechos, sin precedentes por su cercanía en el tiempo y la coherencia de propósito que se adivina en ellos, pueden estar señalándonos la luz al final del túnel. Sobre los hombros del sistema judicial (que incluye tanto al Poder Judicial como al Ministerio Público y la Policía) descansa la fe de muchos dominicanos en la viabilidad de nuestra democracia.

Han abierto la esperanza de que la ley y la justicia sean para todos y no para unos cuantos. No me ruborizo al escribir que aún hoy me resulta imposible imaginar qué pasará si uno de nuestros grandes banqueros es encontrado culpable. Francamente, mi experiencia como ciudadano dominicano no me ha preparado para esa posibilidad.

Estos casos tienen que ser llevados a sus últimas consecuencias, sean las que sean. No propongo un linchamiento judicial. Todo lo contrario, la justicia tiene que cumplir su labor. Y si no resulta posible probar en juicio las acusaciones, entonces debe encontrárseles no culpables. Pero la justicia dominicana tiene que demostrar que ya no es la niña de los mandados, que incluso los grandes tienen que responderle. Es mucho lo que nos estamos jugando, mucho lo que está en sus manos, y si no responde como debe, esa luz que vemos al final del túnel no será otra cosa que una patana con un solo farol.

Clave Digital 26 de octubre de 2005

Circo, circo, circo

De todos es sabido el origen de la frase “al pueblo hay que darle pan y circo”. Lo que nos interesa es la razón por la cual dejó de ser efectiva como medio de control político: la fiebre no está en la sábana.

Mantener a los romanos distraídos y satisfechos no hizo desaparecer las fuerzas desintegradoras que afectaban al Imperio desde el momento mismo en que sustituyó a la República.

Por el contrario, regalar el pan a todos hizo de Roma parasitaria de las guerras de conquista y el circo... Bueno, aparte de su pérdida de eficacia con el tiempo, su crueldad embotó la humanidad de los romanos y, por tanto, su capacidad para funcionar como sociedad.

En otras ocasiones he dicho que me parece que a los dominicanos nos gusta reproducir los errores de otros, sólo que exagerándolos. Sucede lo mismo en esta ocasión.

Queremos reproducir el “pan y circo”, pero como la pobreza no nos permite la fórmula adoptamos sólo el circo. Son muchos los ejemplos que pueden encontrarse de esto. El que nos ocupa, sin embargo, es la situación de los haitianos y los dominicanos de ascendencia haitiana en la República Dominicana.

Desde hace unos meses se viene orquestando una campaña que busca presentar la presencia haitiana como la más grave amenaza contra nuestro país. Afirman los agoreros del disparate que nuestra nación se encuentra en peligro de muerte, que si no la defendemos de la “invasión pacífica” pronto desapareceremos de la faz de la Tierra.

Nadie niega que la inmigración ilegal sea un problema social de primera magnitud ni que haya que buscarle solución con la colaboración del Estado haitiano. Lo inaceptable es echar leña al fuego de este problema, intentando cubrir con la humareda de su fuego otros asuntos.

Porque nadie debe engañarse. Como ha ocurrido desde principios de los pasados años noventa, cada vez que hay crisis graves se recurre al expediente de la inmigración ilegal para distraernos. ¿Acaso cree alguien que es casual que esto haya vuelto al tapete cuando se discuten la reforma fiscal y el fraude bancario más grande de nuestra historia? No hay que ser muy avispado para darse cuenta de las razones de esta campaña.

Para muestra un botón: algunos de los portavoces más importantes del antihaitianismo están implicados, a su vez, en la defensa pública y/o jurídica de los procesados por el fraude bancario. Mientras los dominicanos perdemos tiempo y energías enfrentándonos a una supuesta “invasión pacífica” y a la “amenaza de nuestra disolución como nación”, un grupito mueve fichas para garantizar la impunidad de los mismos de siempre.

Si amaran la patria tanto como dicen, los que han padecido lipotimia al conocer la sentencia de la Corte Interamericana de Derechos Humanos estuvieran pidiendo justicia para los dominicanos tanto en la reforma fiscal como en lo del fraude bancario. Sin embargo, ese no es el caso.

Hablan de puñaladas traperas y de “malos dominicanos” al referirse a quienes han decidido no aceptar callados el maltrato a los haitianos y a los dominicanos de ascendencia haitiana. Prefieren coger piedras para los más chiquitos y unirse a los que verdaderamente han expoliado a nuestro país, defendiéndolos a como dé lugar.

Para ellos lo importante no es el país, sino utilizar la bandera para cubrir sus vergüenzas. No les importa potenciar un problema que puede salírseles de las manos.

Es inconmesurable el daño que habrán hecho a la patria si los dominicanos llegan a creer que son los haitianos quienes les hacen daño, y no aquellos que se han robado decenas de miles de millones de pesos.

Son éstos, y no la falsa y ridícula “conjura internacional” quienes debilitan los fundamentos de nuestra sociedad.

Si llegaran a impedir al resto poner el ojo en la bola que importa de verdad en el juego, podrían seguir anotando carreras. Y no olvidemos que la última anotada fue de 55 mil millones de pesos.

Reitero que la inmigración ilegal es un problema, y que hay que resolverlo. Pero eso no se logra abusando del inmigrante ilegal, negándoles la nacionalidad a los dominicanos descendientes de haitianos ni azuzando la intolerancia. Se resuelve hablando como la gente. Pero eso no les interesa.

Tanto de este lado de la frontera como el otro, hay mucha gente que saca beneficios de alentar el odio, la intolerancia y la incomprensión. No quieren encontrar soluciones porque se les acaba el “cuco” con el que asustan a ambos pueblos cuando empiezan a hacer preguntas incómodas sobre la forma en que se les gobierna y la impunidad de que gozan los más poderosos.

Clave Digital 11 de octubre de 2005