Thursday, March 30, 2006

De nacionalidad y peloteros

En ocasiones, los problemas importantes de una sociedad son revelados por las causas más intrascendentes. Tal ocurrió con el pasado Clásico Mundial de Beisbol y la composición del equipo dominicano. Todo el proceso dejó ver lo frágil y convenientemente tuerta que es la idea generalizada que tenemos de la “nacionalidad”.

Desde finales del pasado año, la prensa cubrió, con un interés que no demuestra en asuntos más relevantes, las decisiones de los peloteros profesionales dominicanos sobre su participación en el torneo. El caso de Álex Rodríguez fue sintomático de la fiebre que se apoderó de nuestros medios de comunicación. Sus vacilaciones fueron seguidas como si de ellas dependiera algo importante, distinto a nuestro orgullo beisbolístico.

Cuando finalmente Álex Rodríguez decidió vestir el uniforme del equipo estadounidense, la condena fue casi universal: nos había traicionado, prefirió representar a “los gringos” y no a “su gente”. Lo acusaron de olvidar que para los estadounidenses no es más que un latinito que juega bien al béisbol. No faltó quien propusiera declararlo “persona non grata” y muchos se alegraron cuando su equipo perdió, porque entendían que había perdido él.

Lo que dijeron pocos es que si quizás es cierto que los estadounidenses sólo ven en él las carreras empujadas y los Guantes de Oro, los dominicanos vemos exactamente lo mismo. Si en lugar de ser pelotero exitoso fuera aparcador de carros en el Bajo Manhattan, nadie en el país se preocupara en lo más mínimo de él.

Los dominicanos olvidamos lo que nos conviene. Por ejemplo, que Álex Rodríguez nació en los Estados Unidos y no aquí. Más grave aún: que es uno de los cientos de miles que no pudieron nacer en la República Dominicana porque nuestra sociedad convirtió a sus padres en refugiados económicos. No nos debe nada, absolutamente nada. Todo lo que él es hoy se lo debe a las oportunidades que tuvo en su pais de nacimiento. Dicho en español dominicano, “el tamaño que tiene no se lo dimos nosotros”. Si hubiera nacido aquí lo más probable es que fuera motoconchista, o frutero, y tampoco nos importara.

Pero no es frutero. Es, repetimos, un pelotero exitoso. Por eso lo queremos, lo reclamamos, le exigimos que vista nuestros colores, que nos sea leal. Mas nosotros no hemos sido leales con él, ni con su familia. Le exigimos lo que no le hemos dado. Queremos aprovecharnos de un éxito al que no hemos aportado nada. De hecho, queremos que nos represente en detrimento del país en el que sí encontró las oportunidades de las que aquí no hubiera gozado. O peor, porque nuestro país muchas veces funciona como una máquina destructora de talentos.

La miopía que caracteriza esta exigencia, también nos impide ver que si Álex Rodríguez nos hubiera representado en el Clásico, el suyo hubiera sido un acto de generosidad inmerecida. Como la que nos prodigó Félix Sánchez, de quien también olvidamos que nació en Nueva York y hasta hace poco apenas hablaba español. Y porque se hubiera tratado de un acto de generosidad, no podemos exigirla. No podemos reclamar la cosecha de lo que no hemos sembrado.

Que muchos miembros de la diáspora sean generosos con nosotros debemos verlo con agradecimiento, sin arrogarnos el derecho de esperar que todos hagan lo mismo. La República Dominicana ha pasado décadas sobreviviendo gracias a las remesas de los expatriados. Esos mismos que tratamos con desprecio y de cuyos hijos no queremos saber porque no son “lo suficientemente dominicanos”. Recordémoslo: durante años la expresión “dominican-york” ha sido usada despectivamente.

Es hora ya de que reconozcamos que si Álex Rodríguez, como cientos de miles de decendientes de dominicanos, tiene lealtades conflictuadas es por causa de nuestra desidia, de la injusticia de nuestra sociedad y hasta de nuestro desprecio.

Es muy fácil -demasiado- querer que los exitosos de la diáspora estén “agradecidos” al país. Lo difícil es la autocrítica y darnos cuenta de que el agradecimiento tiene dirección inversa. Porque esa diáspora es extraordinariamente magnánima con sus padres pródigos; y no sólo porque nos mantiene económicamente, sino también porque gente como Félix Sánchez, Julia Álvarez, Silvio Torres-Saillant, Junot Díaz, Álex Rodríguez -sí, él también- y los miles y miles de trabajadores dominicanos anónimos, nos permiten el lujo de relacionarlos con nosotros, sus deudores.

Clave Digital 28 de marzo de 2006

Saturday, March 25, 2006

Delincuencia y Estado irresponsable

No sé si sea cierto que los pueblos tienen los gobernantes que merecen. En lo que sí creo es que en países como el nuestro las grandes decisiones parecen ser tomadas siguiendo los instintos más básicos de la sociedad.
Lo afirmo por las recientes declaraciones de monseñor Agripino Núñez Collado propugnando la revisión del Código de Procedimiento Penal porque, según él, posiblemente esté contribuyendo al auge de la delincuencia. Sin dilación, de estas declaraciones se hicieron eco tanto el presidente de la Cámara de Diputados Alfredo Pacheco como el cardenal Nicolás de Jesús López Rodríguez.

Mucho tardaron en pretender echar la culpa del aumento de la criminalidad al Código Procesal Penal. Como el análisis fácil es lo que está a la orden del día, se presume que la razón por la que han aumentado los hechos de violencia es porque los jueces, obligados por el CPP, “están soltando a los fichados”. En otras palabras, ni la pobreza desesperante, ni la crisis económica, ni la desesperanza generalizada son un factor que explique la violencia. No, el culpable es el Código que moderniza la justicia. Antes de él, todo era bonito, y debemos volver a esa época dorada.

No importa que en un país donde las estadísticas brillan por su ausencia, las pocas que existen demuestren que la reforma de la justicia penal ha logrado dos cosas antes impensables: disminuir la cantidad de presos preventivos y agilizar los procesos. Tampoco importa que el número de condenas haya aumentado (entre otras razones porque, por fin, los casos llegan a juicio de fondo) ni que se esté depurando los tribunales de los casos viejos que impedían el conocimiento de los nuevos y que hubiera justicia rápida. No, nada de eso importa: hay que volver al garrote porque es lo que queremos.

Pero aún, van más lejos. Proclaman que el Código debe ser revisado porque “es demasiado avanzado para nuestra realidad”. Como si los dominicanos todavía anduviéramos en taparrabos. Este argumento demuestra una falta de confianza asombrosa en la capacidad de los dominicanos para actuar como seres humanos racionales. ¿No tenemos diez años inmersos en un esfuerzo por “insertanos en la modernidad”? ¿No es eso parte del discurso de todos los políticos y sectores influyentes de la sociedad? ¿Entonces, cuál es el problema? No debería ser necesario recordar públicamente que los dominicanos seremos pobres, pero no somos salvajes.

Preocuparan menos estas declaraciones si no fuera por que en días recientes el jefe de la Policía, general Bernardo Santana Páez, también se ha dedicado a actuar como si viviéramos en la Edad de Piedra. Empezó diciendo que el nuevo Código había privado a la Policía de “técnicas investigativas” útiles. Sería interesante que explicara a qué se refiere porque lo que prohíbe el CPP es la tortura. Quizás porque ya no pueden usar los métodos “efectivos”, se quejó de que en los cuarteles haya fiscales. Y tuvo el tupé de afirmar que la presencia de los representantes judiciales proyecta una “imagen tercermundista” de la Policía, como si lo “tercermundista” no fuera lo que ocurre en los cuarteles cuando no hay quien supervise a esa institución.

Lo anterior fue preámbulo para el anuncio de la vuelta a la política de “intercambios de disparos”, la misma que sembró el terror en el país a finales de los años noventa sin que tuviera otro resultado que aumentar el desprestigio de la Policía Nacional. Finalmente, y en un acto de irresponsabilidad asombroso, insta a los ciudadanos a que se cuiden ellos mismos, como quien dice que la Policía renuncia a esa responsabilidad porque le han quitado sus “herramientas”. Esto no puede definirse si no como chantaje. La responsabilidad de la Policía es velar por la seguridad y los derechos de los ciudadanos. Si la institución renuncia públicamente a cumplir su papel no quedará otra solución que disolverla o, al menos, cambiar su liderazgo. Es inconcebible que declaraciones de este tipo sean aceptadas como moneda corriente. Son estas actitudes y silencios, más que cualquier Código Procesal Penal, los que estimulan el clima de desorden que supuestamente se quiere enfrentar.

Lo señalado deja en evidencia que quienes dirigen nuestra sociedad no tienen fe en que los dominicanos podamos vivir en democracia. Al buscar el origen de la violencia en la reforma del sistema de justicia penal y no en las injusticias estructurales, demuestran una visión torcida de nuestra sociedad. El mal no está en la democratización social de la cual el CPP es sólo parte. Lo que nos condena al atraso son todos aquellos que desde puestos de poder o influencia se resisten -a veces con uñas y dientes- a todos los cambios que impliquen confiar en la capacidad de los dominicanos.


Clave Digital 14 de marzo de 2006

¿Qué hay en una bandera?

Como cada año, también en este 27 de febrero el fervor patriótico se apoderó de los funcionarios públicos, congresistas, jueces, escuelas y directores de campañas de marketing. Los días en que se clausura el “mes de la Patria” se exigió de los dominicanos demostrar un amor por la Patria del que nadie se acuerda el resto del año.

Recordamos y veneramos a los próceres de la Independencia sin tener idea de por qué lo hacemos. Nos reunimos en masa para hacernos la foto en la Plaza de la Bandera agitando tricolores como si estuviéramos espantando moscas y con la esperanza de que nadie note que, al hacerlo, miramos a la cámara y damos la espalda a la bandera. Al día siguiente, el escenario de nuestra demostración patriótica amanece cubierto con banderas de papel pisoteadas, lugar en el que quedarán hasta que repitamos el espectáculo el año siguiente.

El patriotismo como lo practicamos hoy en día ha sido cuestionado por muchos desde el momento en que el Romanticismo dio origen a la idea de “Patria”. No hay que ser muy avispado para darse cuenta de que algo de razón llevan esos críticos. Para nuestro patriotismo, las banderas, los escudos, los himnos y los bustos son lo más importante. Parece como si, al fin y al cabo, los dominicanos existiéramos para ellos y no al revés.

¿Qué patriotismo es ese que venera los símbolos y desprecia la sustancia? En mi opinión, se trata del patriotismo de pan y circo. Toda la parafernalia “patriótica” no hace más que cubrir las vergüenzas de nuestra sociedad. Detrás del discurso fácil y la fiesta irreflexiva se esconden el hambre y la desesperación de cientos de miles de dominicanos. Lo que es peor, el patriotismo que aprendemos no solamente es simulador, sino que nos exige no criticar nuestra sociedad y aceptar sus injusticias alegremente.

Está muy bien que los dominicanos nos esforcemos por crear un sentimiento de pertenencia y de solidaridad entre todos. Lo que me parece inaceptable es que olvidemos que los colores de la bandera no significan nada si olvidamos que simbolizan las aspiraciones de dominicanos reales. La Patria no existe si no hay compatriotas. Y de nada nos sirve abanicar nuestro sentimiento patriótico si no ponemos manos a la obra para resolver las necesidades básicas de todos.

No es posible esperar que se pueda construir un proyecto de nación agitando banderitas pero descuidando la educación, ignorando el desempleo y limitando el acceso a la justicia. Nadie puede confiar en que las celebraciones “patrias” hacen olvidar a los dominicanos que en nuestro país hay quien pisa y quien es pisado. Ninguna valla publicitaria con la bandera puede esconder la ostentación arrogante de riquezas mal habidas, tan común en nuestro país. Ni tampoco puede hacer olvidar las condiciones miserables en las que vive la mayor parte de los dominicanos.

Si el interés es “hacer Patria” hay que empezar por los compatriotas. De poco sirve llenarse la boca con Duarte, Sánchez y Mella si no luchamos -y el Estado el primero- por una sociedad más justa. No hay amor a la Patria ni a los compatriotas cuando aceptamos como bueno y válido que los niños dominicanos estén hambrientos, enfermos y sin instruir. Esa doble moral es lo que aleja a muchos dominicanos de cualquier sentimiento patriótico (real o simulado). Quien se ve abandonado por los demás no tiene muchas razones para cultivar el patriotismo. Y tampoco, para ser francos, no tiene razones para hacerlo.

El patriotismo se demuestra construyendo un mejor país, uno donde la mayoría no viva en condiciones degradantes. Eso es lo sustancial. El proyecto duartiano es ajeno a este patriotismo inocuo. Su impulso fue el ideal de libertad y justicia para el pueblo dominicano. Y eso es lo que hemos abandonado, conservando sólo el “mes de la Patria” y las calcomanías con eslóganes vacíos. Es hipócrita presentar el proceso independentista como ejemplo para las presentes generaciones mientras a estas las privamos de lo que se quiso hace 162 años.

Los verdaderos colores de la Patria no son únicamente los de la bandera, sino también los de los sueños y anhelos de los dominicanos. Hasta que no pongamos manos a la obra, y arrimemos juntos el hombro en pos de una sociedad más justa, nuestra Patria estará descolorida, por más que apelemos al patriotismo.

Clave Digital 28 de febrero de 2006

En misa y repicando

El descargo de los acusados por corrupción del Plan Renove fue una de las noticias más relevantes de la pasada semana. Inmediatamente se conoció la decisión de la Corte de Apelación, un coro de voces casi unánime se levantó para lamentar este presunto revés a la lucha contra la corrupción. Es probable que tengan razón y que esta sentencia ayude a fortalecer la sensación de impunidad que facilita la corrupción. Sin embargo, para combatir un mal no hay que irse al extremo contrario. El remedio puede ser peor que la enfermedad.

Es innegable que representaría un gran avance para nuestra malograda institucionalidad que se castigue penalmente los actos de corrupción pública y privada, Pero para el avance institucional y el fortalecimiento de la democracia también es necesario el respeto (aún mínimo) de las reglas de juego básicas. No podemos cambiar la cultura de la impunidad por la del castigo a toda costa. Ese tránsito de la permisividad absoluta a la sanción garantizada es incompatible con un sistema de justicia democrático.

Por ello me parecen no sólo fuera de lugar sino hasta nocivas las declaraciones del presidente de la Suprema Corte descalificando a los jueces y su sentencia. Y no porque la sentencia haya sido correcta, sino porque la forma y el contenido de sus declaraciones son incongruentes con su condición de miembro del Poder Judicial.

Aunque pueda parecer lo contrario, la impunidad en el país y la idea de que todo acusado debe ser condenado, tienen en común su elemento fundamental: ambas son consecuencia de la complicidad. En el primer caso, la complicidad entre los corruptos y quienes deberían detenerlos. En el segundo, entre quienes tienen la responsabilidad de perseguirlos. Ambas complicidades son formas de corrupción. Ambas deterioran el tejido social y político.

Para nadie es secreto que, en el país, entre las fuentes de la corrupción está la cultura del amarre, la pasión por los resultados definidos de antemano por los juegos de poder y las influencias. Pretender que todos los acusados de corrupción -sin excepción alguna- sean condenados por los tribunales es asumir que la acusación, por si misma, comprueba la culpabilidad Es reducir el juicio justo al que la Constitución nos da derecho a una simple convalidación de lo ya decidido por el Ministerio Público.

Es grave que el presidente de la Suprema Corte (quien, para más inri, en numerosas ocasiones hace el papel de vocero público de ese cuerpo) entienda que el papel de los jueces es pura y simplemente condenar a los acusados que les presenta el Ministerio Público. Eso no es así. En una sociedad democrática, el papel de los jueces es servir de árbitros en el conflicto presentado en los tribunales. Las sentencias previamente preparadas y los juicios-opereta son una señal clara y universal de sociedades autoritarias.

Y preocupa que frente a sentencias como ésta se quiera -como sugirió el vicepresidente ejecutivo de la FINJUS- convertir a los jueces en actores de la política antidelictiva del Estado. ¿Cómo se concilia el papel del juez con el de persecutor? ¿Cuál sería la función de los jueces en semejante aquelarre?

De cumplirse este propósito, el aporte de los jueces se produciría en forma de sentencias condenatorias. ¿Es eso lo que queremos? ¿Cuotas de condenas? No creo que seamos todavía tan ingenuos para creer que un colectivo que ayuda a trazar la política antidelictiva del Estado pueda a la vez juzgar en forma justa. La contradicción es inevitable y elemental. No se puede estar en misa y repicar las campanas a la vez.

Si los jueces se convierten en máquinas expendedoras de condenas estaremos en una situación peor que la de hoy. Porque a nadie le cabrá dudas de que tanto las condenas como los descargos serán pactados con el Ministerio Público. Es decir, la naturaleza política de la justicia ya no será una sospecha, sino un hecho consumado y públicamente reconocido.

No hay que olvidar que la independencia judicial -que tanta agua ha dado a beber en el país- no se limita a la inamovilidad o al nombramiento por Leyes de Carrera. También es una independencia funcional. Es decir, el juez no debe verse condicionado ni por sus superiores ni por los “acuerdos” a los que llegue el Poder Judicial con otros órganos del Estado. Pretender que las decisiones judiciales pueden estar sujetas a los fines de una política estatal contra la delincuencia es coartar la independencia judicial.

Nadie discute que el sistema de justicia dominicano está en el deber de asignar responsabilidades en la corrupción endémica que nos afecta. Es cierto que aún no demuestra la fortaleza necesaria para ello. Es cierto que estamos en un momento crítico de nuestro desarrollo institucional, en el que se verá de una vez por todas si somos capaces de cumplir esta tarea. Pero las cosas no sólo hay que hacerlas, sino hacerlas bien. Eso es lo que distingue de la turba a la sociedad democrática y organizada. Los jueces tienen su lugar y su función, que debe ser mantenida lo más alejada posible de la persecución de los delitos.

Como la mayoría de los dominicanos, quiero que la corrupción sea castigada. Pero quiero que se haga en condiciones que no permitan dudar a nadie que se ha hecho justicia. La complicidad entre los jueces y el Ministerio Público no es la vía adecuada.


Clave Digital 14 de febrero de 2006